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La Aventura Suprema

La defensa más común de la familia la presenta, en medio de las tensiones de la vida, como un reducto pacífico, cómodo y unido. Pero es posible otra defensa evidente, que consiste en afirmar que la familia no es pacífica, ni cómoda, ni unida, por lo que algunos piensan que es una mala institución. Yo pienso que es buena, precisamente, porque no es conciliadora. La familia es buena y saludable porque contiene diferencias y divergencias. Es –como dicen los sentimentales– un pequeño reino, y habitualmente se encuentra –como muchos pequeños reinos– en un estado que se parece bastante a la anarquía. El hecho de que mi hermano esté más interesado en la Fómula 1 que en mis estudios es lo que otorga a nuestra casa alguna de las cualidades tonificantes de la república. El hecho de que mi abuela se asuste de las ambiciones teatrales de mi hermana es lo que hace que la familia sea como la Humanidad. Mi tía Isabel no es más irracional que la mayoría de la gente. Mi hermano pequeño no es más maleducado que la mayoría de los hermanos. Mi abuelo no es más estúpido que cualquier abuelo. Si es viejo, el mundo también lo es.

Aquellos que desean escapar de todo esto, corren peligro de entrar en un mundo más estrecho. Mi hermana y mi hermano pueden reducir su vida al teatro y a la Fórmula 1, pero no deben engañarse y pensar que entran en un mundo más grande y variado que el de su familia. Cuando escojemos el ambiente que nos apetece, esa elección tiene poco de aventura, porque una aventura es algo que viene hacia nosotros y nos escoge: exactamente lo que cada uno de nosotros hizo el día en que nació. Enamorarse se ha considerado a menudo la aventura suprema. Y no hay duda de que el amor nos atrapa, nos transfigura y nos tortura. Sin embargo, hasta cierto punto, elegimos y juzgamos. En realidad, la suprema aventura es nacer, porque ahí nos encontramos de repente en una trampa espléndida y estremecedora. Nuestro padre y nuestra madre están al acecho, esperándonos, y saltan sobre nosotros como si fueran bandoleros detrás de un matorral. Nuestro tío es otra sorpresa. Nuestra tía es como un relámpago en un cielo azul. Al nacer y entrar en la familia, entramos de verdad en un mundo incalculable, que tiene sus leyes propias y extrañas, que podría muy bien continuar su curso sin nosotros, pues no lo hemos fabricado nosotros. En otras palabras, cuando entramos en la familia entramos en un cuento de hadas.

La gente se pregunta por qué la novela es la forma más popular de literatura, por qué se leen más novelas que libros científicos o de metafísica. La razón es muy sencilla: la novela es más verdadera que esos otros libros. La vida puede describirse en un libro científico, con mucha más legitimidad puede aparecer en un tratado de metafísica. Pero es siempre una novela imprevisible. Con suficiente inteligencia podemos concluir un razonamiento científico o filosófico, y estar seguros de que lo hemos coronado correctamente. Pero la más gigantesca inteligencia no puede adivinar el relato más sencillo o más tonto. Porque un relato, además de la inteligencia de su autor, lleva su libertad. Y así es la vida, una historia en la que gran parte de ella es decidida sin nuestro permiso. El ser humano controla muchos aspectos de su vida, suficientes para ser el héroe de su propia novela. Pero si tuviera control sobre todas las cosas, habría tanto héroe que no habría novela. Y la razón por la que las vidas de los ricos son tan sosas y aburridas es, sencillamente, porque pueden escoger los acontecimientos. Se aburren porque son omnipotentes. No pueden tener aventuras porque las fabrican a su medida. Lo que mantiene a la vida como una aventura romántica y llena de apasionantes posibilidades es la existencia de esas grandes limitaciones que nos fuerzan a plantar cara a cosas que no nos gustan o que no esperamos. Estar metido en una aventura es estar metido en ambientes incómodos. Entre las limitaciones y situaciones incómodas que otorgan magia y variedad a la vida, la familia es la más importante y definitiva. De ahí que no la entiendan quienes imaginan que la aventura de vivir podría alcanzar la perfección en un perfecto estado de lo que ellos llaman libertad.

G. K. Chesterton

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