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Mi Madre: La Iglesia

[…] demos un vistazo a la Iglesia y a su función como lo hizo San Pablo y veámosla como es: Esposa de Cristo y Madre de cuyo vientre de gracia cada uno de nosotros ha nacido a una nueva vida, una vida de filiación. Jesús vivió, murió y resucitó para dar a luz a la Iglesia. A través del Espíritu la unió en matrimonio consigo mismo, perpetúa su presencia a través de sus sacramentos, genera almas santas, resucita a aquellos muertos por el pecado y alimenta continuamente a sus hijos con la Verdad. Dios nos creo a su imagen y esa imagen no está sólo en cada alma individual, sino también en la Iglesia. Así como hay tres personas en un solo Dios, tres facultades en cada alma, tres elementos para cada familia, así ocurre en la Iglesia. La Iglesia es dispensadora de la verdad del Padre, es Esposa de Jesús y es guiada por su Espíritu. Como el Espíritu procede del amor del Padre y el Hijo en la Trinidad, como los niños brotan del amor del esposo y la esposa, así la Iglesia, este don del Padre, casada con su Hijo, constantemente da a luz el fruto de la santidad a través del poder del Espíritu en todos sus hijos. La Palabra se encarnó en el vientre de María por el poder del Espíritu Santo. Este Misterio Divino es constantemente reactualizado mientras la Palabra Eterna es reflejada más y más perfectamente en la Esposa de Cristo cuando ofrece a Jesús a sus hijos en la Eucaristía, sana sus heridas en la Confesión, ennoblece su amor a través del sacramento del Matrimonio, hace de simples hombres sacerdotes de Dios por medio de la Ordenación e hijos de Dios por el Bautismo, los enriquece con los Dones en la Confirmación y aligera su carga en el camino a través de la Unción de los enfermos. La Iglesia es Madre porque es una Esposa que está siempre dando a luz hijos de la luz, pilares de santidad, fuentes de inspiración, atletas de la verdad, y defensores de la fe. Sí. Tiene estructuras, leyes, tesoros, autoridad y fragilidades humanas, todo esto mezclado con el poder divino, pero debemos mirar la totalidad de la Iglesia y no solo una parte de ella. ¿Qué hijo de una madre terrena le dice a sus amigos que su madre no es nada porque es solo un esqueleto cubierto de carne? ¿Qué clase de hijo anda a la caza de cada error y debilidad en su madre y lo divulga a todos los que quieran escuchar? Un hijo que se concentra solo en la autoridad que la madre tiene para corregir y castigar y se niega a ver el profundo amor y el cuidado detrás de los reproches, mantiene una existencia inestable, una vida de autocompasión y de arrebatos infantiles. Es difícil de entender a un hijo que critica los tesoros artísticos de sus padres y al mismo tiempo toma parte de la belleza de estos tesoros cada vez que le place. La crítica sería cierta si esos tesoros no fueran accesibles a los más pobres de los pobres para que los vean y disfruten. Pero, ¿sería acaso más feliz si todos los tesoros de la Iglesia fueran vendidos a coleccionistas privados y escondidos para siempre de la vista de los pobres? Es impresionante como nuestra naturaleza humana se las ingenia para fabricar tremendas excusas “a la medida” para cubrir nuestras antipatías frente a la Iglesia. Muchos hijos odian a sus padres porque son corregidos y dirigidos por ellos, y eso mismo ocurre con la Santa Madre Iglesia. Cuando ella habla de la necesidad de valores más elevados, de una profunda fe y señorío sobre uno mismo, la naturaleza humana se revela y Ella se convierte en la malvada madrastra, el padre dominante, la encarnación de ideales anticuados. De esta manera, todas esas razones a prueba de todo son creadas para explicar tal rebelión y sentirse justificados. Los vestidos de amor, lealtad y humildad son reemplazados por el duro acero del orgullo y el gélido ácido de la arrogancia. Ninguna amable persuasión puede penetrar esta armadura de acero, ya que esta desatinada gente se equivoca sobre sí misma y se creen caballeros de armadura radiante que defienden la causa de los incomprendidos y marginados.
Un verdadero hijo de esta Madre –dada por Dios– no está ciego ante sus faltas, debilidades y heridas, sino que es lo suficientemente reflexivo como para ver su propia necesidad de mejorar, de curación, de un mayor celo y generosidad; es lo suficientemente cariñoso para ver sus virtudes, su gracia, su verdad y poder; y lo suficientemente ardoroso como para hacer algo positivo con el fin de ayudarla antes que algo negativo para destruirla.
Nos enorgullecemos de levantar a los desesperanzados, de alimentar al hambriento, de vestir al desnudo y de dar un vaso de agua fría al sediento, ¿Por qué no le brindamos los mismos servicios a la Iglesia? ¿Acaso no nos quiere sedientos del agua viva de la santidad? ¿No busca acaso a sus hijos para que den los frutos del Espíritu? ¿No siente acaso la desnudez de sus hijos cuando son despojados de la fe, la esperanza, y la caridad por el espíritu de este mundo? ¿No está su corazón roto por ver a tantos de sus hijos exponiendo sus almas al peligro del infierno? ¿Qué angustia le parte el corazón cuando tantos rechazan el bálsamo curativo de la Confesión y el alimento angelical de la Eucaristía? ¿Qué locura ha poseído nuestras mentes y almas, cegado nuestros sentidos, y endurecido nuestros corazones hacia una Madre tan buena? Nos ufanamos de nuestra madurez, libertad e inteligencia y actuamos como niños engreídos a los que se les ha negado el permiso de jugar con fuego. Usamos nuestras almas y nuestro futuro como un juego de ruleta rusa, jalando el gatillo de la presunción, el orgullo y la arrogancia ¡para ver qué sucede! Desafortunadamente, como le pasa a aquellos que participan de dicho juego, no hay vuelta atrás si uno pierde.
Madre Angelica

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