miércoles

La condena del hombre soberbio

[…] Debió dormir apenas dos horas. Un fuerte ruido le hizo abrir los ojos y vio por la ventana que aún no había salido la luna. Plena oscuridad en la huerta, y en su celda un resplandor extraño y un insufrible hedor. Se incorporó en el camastro y estiró la mano hacia su pila de agua bendita. Lo paralizó una voz infinitamente dolorosa, que venía del rincón más alejado. -Guárdate de tocar esa agua, porque me harías huir. Guárdate de pronunciar exorcismos, si quieres que te comunique los secretos del provenir. Yo soy el desventurado filósofo cuya muerte viste escrita; un sabio a los ojos de los necios, y hoy un necios eterno a mis propios ojos… ¿Quieres oírme? Fray Plácido alcanzó a ver la figura de un hombre desnudo, con las carnes calcinadas y consumidas; evidentemente, la figura de Voltaire. -¡Habla en nombre de Cristo! No bien pronunció esta palabra, oyó el crujir de aquellos huesos y los vio doblarse hasta arrodillarse sobre las baldosas y escucho un lamento: -¿Por qué lo llamaste? ¿No sabes que cuando suena ese nombre todos los habitantes del cielo y del infierno se arrodillan? Tú no puedes ni siquiera imaginarte el suplicio que es para mí, que solamente lo llamo “el infame”, adorarlo cada vez que otros lo nombran con su verdadero nombre… El me dio, en cambio, larguísima vida para arrepentirme. - ¿Y ahora te arrepientes de no haberla aprovechado? -¡No! Arrepentirse es humillarse, cosa imposible en la miserable condición de mi alma. Si yo volviera a vivir, volvería a condenarme… -¡Explícame ese horrible misterio! -Durante sesenta años fui festejado y aplaudido como un rey. Poetas, filósofos, príncipes, mujeres, se pasmaban de admiración ante la más trivial de mis burlas… Ellos me consideraban un semidiós, y yo los despreciaba, sintiendo podrirse mi carne, envoltura del alma inmortal. ¡Ay de mí! Durante 84 años esa carne, que iba disolviéndose, fue mi única defensa contra el Infame. Mientras yo, es decir mi voluntad, subsistiera atrincherada en esa carne, podría seguir lanzando mi grito de guerra: ¡Aplastad al Infame! -¡Cristo vive, Cristo reina, Cristo impera! –exclamó, horrorizado, el viejo, sin pensar en las consecuencias de esa triple alabanza. -¡Ay! –dijo Voltaire con indescriptible lamento; y otra vez se oyó el siniestro crujir de sus rodillas quemadas, que se doblaron hasta el suelo, y se vio a la macabra figura postrarse de hinojos- Este es mi tormento mayor: ¡confesar su divinidad! -In nomine Jesú –murmuró el fraile para sí mismo-, omne genu flectatur coelestium, terrestrium et infernorum.

Y añadió en voz alta: —¿Acaso no temías a Dios? —¡Oh, sí, lo temía! ¡Oh, miseria y contradicción de mi soberbia! Cuando pensaba en la muerte me aterraba, y hubiera dado mi fortuna, mi fama y mis libros por un solo grano de humildad, la semilla del arrepentimiento. Pero la humildad no es natural; es sobrenatural. Un hombre sin ojos podría ver más fácilmente que un hombre soberbio decir: “Pequé, Señor; perdón. ” Ver sin ojos es contranatural; una fuerza natural puede modificarse por otra fuerza natural. Pero arrepentirse sin humildad es contra lo sobrenatural, infinitamente más allá de las fuerzas del hombre. Se necesita la gracia divina. —¿Y, por ventura, Dios no te la dio? —¡Sí, a torrentes! Pluguiera el cielo que no se me hubieran dado tantas gracias. Pues, al juzgarnos en esta sombría región, se tienen más en cuenta las gracias rechazadas que los pecados cometidos... Cuando uno ha rechazado obstinadamente durante veinte años, treinta años, medio siglo, los auxilios sobrenaturales de la gracia, Dios lo abandona a sus simples fuerzas naturales, la inteligencia y la voluntad. Yo veía mi destino si no me humillaba; pero humillarme habría sido un milagro. Y mi orgullo me embriagaba diciéndome que yo, hediondo y agusanado, podía por mi libre albedrío resistir a la gracia, complacerme en mi fuerza y luchar contra Dios. ¡Qué delirio, hacer lo imposible aun para las estrellas de los cielos y los mismos arcángeles: resistir a Dios! Tenía el frenesí de la blasfemia y del sacrilegio. Por burlarme del Infame comulgué muchas veces sacrílegamente delante de mis criados; y mis amigos me aplaudían y me imitaban. Y así llegué al día del espanto... —Cuéntame tus últimos momentos. —Los hombres no sospechan los misterios de esa hora, especialmente del postrer momento en que las potencias del alma, la memoria, el entendimiento, la voluntad, adquieren una agudeza inconmensurable. —¿Cuánto dura eso? —Supón que sólo sea un segundo; pero en ese segundo cabe mucho más que toda tu vida, por larga que fuera; allí cabe tu eternidad. En ese instante puede tu voluntad fijarle el rumbo. ¡Desventurado de mí! La obstinación de ochenta años, transformada en impenitencia final, es como un muro de bronce incandescente que rodea el alma y aguanta el último asalto de la misericordia, temblando, ¡oh, contradicción!, de ser derrotada, y espantándose de antemano de lo que será su propio triunfo. ¡Ay de mí! Yo triunfaba. Los rayos de la gracia se rompían sobre mi corazón como flechas de marfil contra una roca. —¿Triunfa la gracia alguna vez? —Millares de veces, porque es la virtud de la Sangre. ¡Cuántas retractaciones inesperadas, que quedan en el secreto del más allá! Pero si vieras la dureza de los que pecaron contra el Espíritu... de los desesperados, de los irónicos que por lograr un chiste arrojaron una blasfemia, de los que vendieron al orgullo su última hora, de los apóstatas. Para asistir y vigilar la impenitencia final de ésos, el diablo abandona toda otra ocupación. Y se mete en sus venas y hay como una transfusión del orgullo diabólico en el alma del renegado. -[…] Escucha: yo he firmado con mi propia mano mi eterna condenación. Y la volvería a firmar cien veces, con pleno discernimiento, antes de humillarme y decir: ¡Pequé, Señor; perdóname! -No cabe en mi mente –replico Fray Plácido, aterrado- que sea verdad el que si volvieras a vivir, volverías a merecer tu condenación. -¡Sí, cien mil veces! En el último instante de mi vida, cuando por aliviar mi sed me llené la boca de inmunda materia y arrojé aquel espantoso alarido que ha quedado en mi historia, cuando mis ojos se cuajaron, todos me creyeron muerto. Pero yo estaba vivo, arañando el barro podrido de mi carne, que todavía por unos segundos, me libraba de caer en manos de Dios. -¿Todavía podías arrepentirte? -Sí. Y se me apareció el Infame, con su corona de espinas, y las llagas abiertas en manos y pies, y el pecho ensangrentado, y un papel sin firma, que era mi sentencia. “Yo, que te redimí con mi sangre”, me dijo, “no la firmaré”; pero te la entrego a ti para que tu libertad disponga.” Durante un segundo, en que vi mi pasado y mi porvenir, sopesé las consecuencias. Ya ni siquiera tenía que pedir perdón. El Infame se adelantaba a ofrecérmelo: bastábame aceptarlo, confesando que pequé. El mundo ignoraría hasta el día del juicio mi retractación, y yo me salvaría. ¡Imposible! Durante sesenta años había combatido contra el Infame. Si ahora aceptaba su perdón, la victoria sería suya. Si lo rechazaba, yo, gusano de la tierra, que no tenía más que medio minuto de vida, me levantaría hasta El, y haría temblar los cielos con mis eternas blasfemias. Pero era tal el horror de mi destino, que vacilé. ¡Quién me hubiera dado un grano de humildad en ese instante! -¿No lo habrías rechazado, acaso? Voltaire guardó silencio y luego respondió, con voz cavernosa. -¡Sí, lo habría rechazado! Entonces cogí la sentencia, que El no quería firmar, y yo fui mi propio juez y la firmé con esta mano… Sabe, pues –prosiguió Voltaire-, que ninguna condenación lleva la firma del Cordero. ¡Todas llevan la nuestra!

Hugo Wast

2 comentarios:

Anónimo dijo...

da miedo tanta soberbia librame señor de ella.
que grande eres padre Dios que hasta en el ultimo momento nos das la opcion de firmar nuestra libertad o nuestra sentencia.
alejate satanas
bendito y alabado seas señor Jesús en tus angeles y en tus santos gloria a ti señor hoy y siempre por los siglos de los siglos amen

Anónimo dijo...

Dios!!! qué infinita es tu Misericordia.
Y esta persona no tuvo a nadie que hubiese rezado por él.
Porque estoy convencida de que una oración que hubiese implorado su Misericordia le hubiese hecho al Cordero romper la hoja ....
Impresionante este texto.
Gracias.

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