Sin saber ya qué hacer, le recomendó que se consagrase a la Santísima Virgen y que rezase todos los días al levantarse y acostarse la siguiente oración:
¡Oh Señora mía, oh Madre mía! Yo me ofrezco enteramente a Vos, y en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día (en esta noche) mis ojos, mis oídos, mi lengua, mis manos, mi corazón. En una palabra: todo mi ser. Ya que soy todo vuestro, oh Madre de bondad, guardadme y defendedme como cosa y posesión vuestra. A continuación de esta oración le exhortó encarecidamente que rezara un Avemaría.
Cuatro años más tarde, después de un largo viaje, volvió el citado joven a confesarse con el mismo padre, y éste quedó maravillado al comprobar que en todo este tiempo de su larga ausencia no había cometido ningún pecado contra la virtud de la castidad.
Le preguntó entonces el confesor: “¿Cuál es la causa, hijo mío, de que hayas guardado tan fielmente la pureza?”. He aquí la respuesta: “La devoción a la Virgen y el rezo del Avemaría. Cuando yo la llamaba sentía claramente que Ella me defendía”.
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