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martes

Adviento ¿Qué es? y en qué radica su importancia- Reflexión

Tiempo de Esperanza, de preparación individual y comunitaria para acoger dignamente a nuestro Señor Jesucristo. Adviento significado e importancia.

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miércoles

Natividad del Señor

[...] Llegó el momento que Israel esperaba desde hacía muchos siglos, durante tantas horas oscuras, el momento en cierto modo esperado por toda la humanidad con figuras todavía confusas: que Dios se preocupase por nosotros, que saliera de su ocultamiento, que el mundo alcanzara la salvación y que Él renovase todo.

Podemos imaginar con cuánta preparación interior, con cuánto amor, esperó María aquella hora. El breve inciso, «lo envolvió en pañales», nos permite vislumbrar algo de la santa alegría y del callado celo de aquella preparación. Los pañales estaban dispuestos, para que el niño se encontrara bien atendido. Pero en la posada no había sitio.

En cierto modo, la humanidad espera a Dios, su cercanía. Pero cuando llega el momento, no tiene sitio para Él. Está tan ocupada consigo misma de forma tan exigente, que necesita todo el espacio y todo el tiempo para sus cosas y ya no queda nada para el otro, para el prójimo, para el pobre, para Dios. Y cuanto más se enriquecen los hombres, tanto más llenan todo de sí mismos y menos puede entrar el otro.

Juan, en su Evangelio, fijándose en lo esencial, ha profundizado en la breve referencia de San Lucas sobre la situación de Belén: "Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron" (1,11). Esto se refiere sobre todo a Belén: el Hijo de David fue a su ciudad, pero tuvo que nacer en un establo, porque en la posada no había sitio para él. Se refiere también a Israel: el enviado vino a los suyos, pero no lo quisieron. En realidad, se refiere a toda la humanidad: Aquel por el que el mundo fue hecho, el Verbo creador primordial entra en el mundo, pero no se le escucha, no se le acoge.

En definitiva, estas palabras se refieren a nosotros, a cada persona y a la sociedad en su conjunto. ¿Tenemos tiempo para el prójimo que tiene necesidad de nuestra palabra, de mi palabra, de mi afecto?. ¿Para aquel que sufre y necesita ayuda?. ¿Para el prófugo o el refugiado que busca asilo?. ¿Tenemos tiempo y espacio para Dios?. ¿Puede entrar Él en nuestra vida?. ¿Encuentra un lugar en nosotros o tenemos ocupado todo nuestro pensamiento, nuestro quehacer, nuestra vida, con nosotros mismos?.

Gracias a Dios, la noticia negativa no es la única ni la última que hallamos en el Evangelio. De la misma manera que en Lucas encontramos el amor de su madre María y la fidelidad de San José, la vigilancia de los pastores y su gran alegría, y en Mateo encontramos la visita de los sabios Magos, llegados de lejos, así también nos dice Juan: «Pero a cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios» (Jn 1,12). Hay quienes lo acogen y, de este modo, desde fuera, crece silenciosamente, comenzando por el establo, la nueva casa, la nueva ciudad, el mundo nuevo.

El mensaje de Navidad nos hace reconocer la oscuridad de un mundo cerrado y, con ello, se nos muestra sin duda una realidad que vemos cotidianamente. Pero nos dice también que Dios no se deja encerrar fuera. Él encuentra un espacio, entrando tal vez por el establo; hay hombres que ven su luz y la transmiten. Mediante la palabra del Evangelio, el Ángel nos habla también a nosotros y, en la sagrada liturgia, la luz del Redentor entra en nuestra vida. Si somos pastores o sabios, la luz y su mensaje nos llaman a ponernos en camino, a salir de la cerrazón de nuestros deseos e intereses para ir al encuentro del Señor y adorarlo. Lo adoramos abriendo el mundo a la verdad, al bien, a Cristo, al servicio de cuantos están marginados y en los cuales Él nos espera.

En algunas representaciones navideñas de la Baja Edad media y de comienzo de la Edad Moderna, el pesebre se representa como edificio más bien desvencijado. Se puede reconocer todavía su pasado esplendor, pero ahora está deteriorado, sus muros en ruinas; se ha convertido justamente en un establo.

Aunque no tiene un fundamento histórico, esta interpretación metafórica expresa sin embargo algo de la verdad que se esconde en el misterio de la Navidad. El trono de David, al que se había prometido una duración eterna, está vacío. Son otros los que dominan en Tierra Santa. José, el descendiente de David, es un simple artesano; de hecho, el palacio se ha convertido en una choza. David mismo había comenzado como pastor. Cuando Samuel lo buscó para ungirlo, parecía imposible y contradictorio que un joven pastor pudiera convertirse en el portador de la promesa de Israel.

En el establo de Belén, precisamente donde estuvo el punto de partida, vuelve a comenzar la realeza davídica de un modo nuevo: en aquel niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. El nuevo trono desde el cual este David atraerá hacia sí el mundo es la Cruz. El nuevo trono -la Cruz- corresponde al nuevo inicio en el establo. Pero justamente así se construye el verdadero palacio davídico, la verdadera realeza. Así, pues, este nuevo palacio no es como los hombres se imaginan un palacio y el poder real. Este nuevo palacio es la comunidad de cuantos se dejan atraer por el amor de Cristo y con Él llegan a ser un solo cuerpo, una humanidad nueva. El poder que proviene de la Cruz, el poder de la bondad que se entrega, ésta es la verdadera realeza. El establo se transforma en palacio; precisamente a partir de este inicio, Jesús edifica la nueva gran comunidad, cuya palabra clave cantan los ángeles en el momento de su nacimiento: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que Dios ama», hombres que ponen su voluntad en la suya, transformándose en hombres de Dios, hombres nuevos, mundo nuevo.

Gregorio de Nisa ha desarrollado en sus homilías navideñas la misma temática partiendo del mensaje de Navidad en el Evangelio de Juan: «Y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14). Gregorio aplica esta palabra de la morada a nuestro cuerpo, deteriorado y débil; expuesto por todas partes al dolor y al sufrimiento. Y la aplica a todo el cosmos, herido y desfigurado por el pecado. ¿Qué habría dicho si hubiese visto las condiciones en las que hoy se encuentra la tierra a causa del abuso de las fuentes de energía y de su explotación egoísta y sin ningún reparo?.

Anselmo de Canterbury, casi de manera profética, describió con antelación lo que nosotros vemos hoy en un mundo contaminado y con un futuro incierto: «Todas las cosas se encontraban como muertas, al haber perdido su innata dignidad de servir al dominio y al uso de aquellos que alaban a Dios, para lo que habían sido creadas; se encontraban aplastadas por la opresión y como descoloridas por el abuso que de ellas hacían los servidores de los ídolos, para los que no habían sido creadas» (PL 158, 955s).

Así, según la visión de Gregorio, el establo del mensaje de Navidad representa la tierra maltratada. Cristo no reconstruye un palacio cualquiera. Él vino para volver a dar a la creación, al cosmos, su belleza y su dignidad: esto es lo que comienza con la Navidad y hace saltar de gozo a los ángeles. La tierra queda restablecida precisamente por el hecho de que se abre a Dios, que recibe nuevamente su verdadera luz y, en la sintonía entre voluntad humana y voluntad divina, en la unificación de lo alto con lo bajo, recupera su belleza, su dignidad. Así, pues, Navidad es la fiesta de la creación renovada.

Los Padres interpretan el canto de los ángeles en la Noche Santa a partir de este contexto: se trata de la expresión de la alegría porque lo alto y lo bajo, cielo y tierra, se encuentran nuevamente unidos; porque el hombre se ha unido nuevamente a Dios.

Para los Padres, forma parte del canto navideño de los ángeles el que ahora ángeles y hombres canten juntos y, de este modo, la belleza del cosmos se exprese en la belleza del canto de alabanza. El canto litúrgico -siempre según los Padres- tiene una dignidad particular porque es un cantar junto con los coros celestiales. El encuentro con Jesucristo es lo que nos hace capaces de escuchar el canto de los ángeles, creando así la verdadera música, que acaba cuando perdemos este cantar juntos y este sentir juntos.

En el establo de Belén el cielo y la tierra se tocan. El cielo vino a la tierra. Por eso, de allí se difunde una luz para todos los tiempos; por eso, de allí brota la alegría y nace el canto.

Al final de nuestra meditación navideña quisiera citar una palabra extraordinaria de San Agustín. Interpretando la invocación de la oración del Señor: "Padre nuestro que estás en los cielos", él se pregunta: ¿qué es esto del cielo?. Y ¿dónde está el cielo?.

Sigue una respuesta sorprendente: Que estás en los cielos significa: en los santos y en los justos. «En verdad, Dios no se encierra en lugar alguno. Los cielos son ciertamente los cuerpos más excelentes del mundo, pero, no obstante, son cuerpos, y no pueden ellos existir sino en algún espacio; mas, si uno se imagina que el lugar de Dios está en los cielos, como en regiones superiores del mundo, podrá decirse que las aves son de mejor condición que nosotros, porque viven más próximas a Dios. Por otra parte, no está escrito que Dios está cerca de los hombres elevados, o sea de aquellos que habitan en los montes, sino que fue escrito en el Salmo: "El Señor está cerca de los que tienen el corazón atribulado" (Sal 34 [33], 19), y la tribulación propiamente pertenece a la humildad. Mas así como el pecador fue llamado "tierra", así, por el contrario, el justo puede llamarse "cielo"» (Serm. in monte II 5,17).

El cielo no pertenece a la geografía del espacio, sino a la geografía del corazón. Y el corazón de Dios, en la Noche Santa, ha descendido hasta un establo: la humildad de Dios es el cielo. Y si salimos al encuentro de esta humildad, entonces tocamos el cielo. Entonces, se renueva también la tierra. Con la humildad de los pastores, pongámonos en camino, en esta Noche Santa, hacia el Niño en el establo. Toquemos la humildad de Dios, el corazón de Dios. Entonces su alegría nos alcanzará y hará más luminoso el mundo. Amén.


Benedicto XVI
Extrácto de la Homilía de Solemnidad de la Natividad del Señor
(Misa de Nochebuena 2007)

lunes

Los reyes magos (o la alegría de buscar a Jesús)

Toda mi vida me ha gustado ir al cine, ver películas, compartirlas con amigos y otros seres queridos. Es una afición que heredé de mi padre y que me ha acompañado por muchos años. No hace muchos días fui al cine a ver Jesús: el nacimiento, y creo que la película merecerá comentarios, críticas, discusiones y demás, así que voy a aprovechar para hacer lo propio.

Originalmente titulada The Nativity Story (‘la historia, el cuento o el relato de la Navidad’), la película narra precisamente eso: la historia del nacimiento de Jesús. Aunque podríamos conversar sobre diferentes elementos, quiero concentrarme en el que me resultó más divertido: los tres reyes magos.

Vale la pena observar que estos tres hombres, que en la tradición local llamamos reyes magos, no son llamados así en todo idioma. En inglés, por ejemplo, son llamados wisemen ‘hombres sabios’, (lo que no está lejos de wizard, generalmente traducido como ‘mago’ pero asociado más al conocimiento que al ilusionismo). Se trata, en fin, de tres hombres de un país lejano, muchas veces identificado con Persia o los pueblos mesopotámicos, que por su conocimiento de los astros o las ciencias místicas antiguas, o sabe Dios qué cosas, llegaron a saber que ocurriría algo extraordinario. Acá me detengo.

En esta pequeña reflexión, me interesa tomar estos personajes de la película como metáfora de una gran verdad. La búsqueda de la verdad, el seguimiento de Cristo, la vida cristiana —contra lo que algunos piensan— no es para tontos.

Melchor, Gaspar y Baltasar, en esta película, son tres hombres sabios, dedicados a la investigación, a la lectura, a elevadas discusiones académicas, a compartir el conocimiento más profundo. Es decir, no son tres ignorantes ni tres embusteros; tampoco son tres ilusos engañados por una fantasía. No son tres hombres que creen lo que les da la gana; son tres hombres que pasan su vida buscando la verdad. Y en su afán, son capaces de reconocer los signos que anuncian la venida del Rey de Reyes.

En la película, de los tres solo uno quiere salir a seguir la estrella. Los otros dos prefieren quedarse en casa. Es que seguir la estrella que anuncia al Esperado exige mucho: dejar comodidades, renunciar a lo habitual, salir del instalamiento, arriesgarse, exponerse a lo desconocido, enfrentar peligros inesperados, emprender un viaje cuya ruta no se sabe de memoria, sin mapas perfectos ni descansos asegurados. Y es que la vida cristiana es precisamente eso: la gran aventura de seguir a Jesús no promete facilidades sino sacrificios; no ofrece placeres sino amor; no plantea gustos sino realización plena por medio de la entrega más generosa y la nobleza más profunda. La vida cristiana no es para mediocres.

A pesar de sus negativas iniciales, Gaspar y Baltasar deciden seguir a Melchor en la búsqueda del Rey que ha de nacer. Simpática expresión de que el camino hacia el Señor no se hace solos; se hace en comunidad, entre los amigos más entrañables, en compañía de amigos verdaderos, de esos que superan el miedo al peligro para ir contigo a la muerte y más allá. Y, como bien muestra la película, es un camino lleno de alegrías, bromas, conocimiento personal y mutuo, experiencias de crecimiento y maduración. La vida cristiana se hace en comunidad.

Finalmente, el encuentro esperado. Entonces, hasta el más quejón y engreído reconoce que el viaje valió la pena. Aquel que presumía de saber mucho solo sabe arrodillarse para contemplar el esplendor de la verdad. Y aquel que perseveró hasta el final ve sus esfuerzos realizados y sus deseos más profundos convertidos en el regalo más lindo de todos: la verdad, el amor, la vida hechos niño por nuestra salvación. Es que la vida cristiana es para perseverantes, a quienes se les ha prometido que al final del camino verán a Dios.

Un último comentario: la vida cristiana no es aburrida, no es monótona, no es inútil. Es como ese viaje larguísimo que tres hombres emprendieron desde oriente para conocer al Dios-con-nosotros. Es la aventura más grande de todos los tiempos.



Juan Espejo Bossio
Pensamiento Católico-Perú

Jesús: la Natividad

«Hoy les ha nacido en la ciudad de David un
salvador, que es Cristo el Señor» (Lc 2, 11).

El hombre es un ser marcado por Dios. ¿Por qué decimos esto? Es que no hay cultura ni hombre alguno que no tenga a Dios dentro de su existir. Por ejemplo, si nos ponemos a pensar, nos damos cuenta de que vivimos en el año 2007. ¿Dos mil siete de qué? Y es que hasta la misma historia de la humanidad está marcada por este acontecimiento, el principal en la vida del hombre y de la creación misma. Sí: dos mil siete años desde la primera Navidad del mundo, es decir, de la Natividad, del nacimiento del esperado de los tiempos, del Salvador.
En la actualidad, vemos una Natividad profundamente marcada por la alegría, las emociones, los sentimientos más profundos y alegres, las grandes actividades familiares y personales. La gente viaja, se mueve de los sitios en los que está residiendo para pasar con los suyos el día de Navidad. Pero esta Natividad, está cada vez más marcada por el secularismo —pérdida de lo sagrado en la sociedad—, y se ha vuelto consumista, comercial.

Hace poco veía el anuncio de un conocido centro comercial de Lima, «¡Descubre el lado fashion de la Navidad!» rezaba el eslogan debajo de ellos. Ciertamente, cada vez más se nos trata como ignorantes: ¿qué lado fashion puede tener el nacimiento del Salvador del mundo, del esperado de los tiempos?

Desde Hong Kong, hasta Cuba —que desde 1997 considera la Navidad como un día de fiesta, cuando Fidel Castro decidió tener un «gesto de buena voluntad hacia el papa Juan Pablo II»— pasando por Rusia e incluso Mongolia —donde hasta hace poco no había ni un sacerdote católico—, todos, absolutamente todos, iluminan y embellecen sus calles con luces, jolgorio, adornos. En Hong Kong, los árboles navideños se yerguen en la calle principal, confundiéndose con los rascacielos al más puro estilo del Vaticano… pero mucha gente ignora lo que hace: la razón de tal alegría les es desconocida: no conocen a Cristo. Es triste que haya tanta gente —de hecho, la mayoría— que adorna los árboles, las calles, sus casas y demás, pero sin ninguna alegría navideña.
Muchas veces no estamos lejos de esa realidad. Nuestros corazones están lejos de Cristo o no lo quieren conocer. El Rey de Reyes, el rey del más rico y del más pobre, vino a enseñarnos que el camino de la felicidad total —aquella tan buscada y tan esquiva— consiste en la entrega. ¿Y de qué se trata esa entrega? Pues de la donación, del servicio, del amor, del sacrificio, del perdón. Pero no es una entrega cualquiera. La entrega que nos enseñó está enmarcada por la presencia del Padre amoroso y todopoderoso, que nos va indicando el camino de nuestra misión personal.
Pero el mundo no quiere oír esto; prefiere entregarse a su modo, amar las mentiras, las borracheras, los placeres ilícitos, la autoafirmación desordenada, el poder, el tener, el dinero, la vanidad (y esto sin mencionar el salvaje escapismo de la droga).

Las guerras, las enfermedades, los fracasos matrimoniales; todo ello nos habla de que algo está mal. ¿Acaso no es cierto que a veces vivimos sumergidos en un mundo de apariencias y superficialidad que nos convierte en enfermos y esclavos? ¿Acaso no muchas veces preferimos pasar nuestras vidas en medio de una constante bulla interior? Y, sin embargo, cuando por las noches estamos solos en nuestras camas, en la intimidad con nosotros mismos, tomamos conciencia de que la vida se pasa y se pasa, y mientras tanto no somos las personas que queremos o estamos llamados a ser.
Jesús, el niñito Dios, vino al mundo en un humilde pesebre de paja, entre vacas, burros y ovejas (sobre todo ovejas). No vino con autoridad portentosa ni escogió las grandes ciudades griegas o romanas. Tampoco se hizo un gran banquete por su venida. No. Vino en la humildad y en la dulzura del silencio; y, sin embargo, marcó nuestra historia.

Y Dios no escribe la historia al azar; la escribe con inteligencia, de acuerdo con un plan de amor. Por ejemplo, ¿es casualidad que el Pan de Vida haya nacido en Belén, ciudad judía cuyo nombre proviene del hebreo Bet-Lehem ‘casa del pan o la ciudad del pan’? No lo es, si consideramos que todo proviene de la mano de un Padre amoroso.

Y eso pide hoy, marcar nuestras vidas, nuestra sociedad, nuestra cultura; marcar a la humanidad, marcar a nuestras familias. Quiere que sepamos que no estamos solos en este mundo. Cristo nos muestra la única vida: Él mismo. Él nos enseña que el amor es más grande que el pecado, más grande que la muerte; que el sufrimiento y la enfermedad y, sobre todo, que no estamos solos en este mundo.
Con su humildad, Cristo nos enseña que uno vale por ser hijo de Dios, por el amor que Dios le tiene, por el plan amoroso que existe para cada uno. Uno puede confiar en eso porque Él nunca nos traicionará. Y junto con estas cosas, lo que es mejor: aquí no acaba todo.

No seamos como Herodes (rey de Judea), que sabía muy bien de la existencia del niño Jesús, pero quería encontrarlo no para adorarlo sino para apartarlo de su propio camino y el precio de su egoísmo costaría de la vida de pequeños inocentes «Una voz se escucha en Ramá, gemidos y llanto amargo: Raquel esta llorando a sus hijos, y no se consuela, porque ya no existen» (Jr 31, 15).

«No se apartará de Judá el cetro, ni el bastón de mando de entre sus rodillas, hasta que venga el que ha de venir, aquel a quien le esta reservado, a quién rendirán homenaje las naciones» (Gn 49, 10). El Señor no escribe al azar, no escribe en vano; escribe en la humanidad con hechos historicos y reales. La Navidad es el homenaje de todas las naciones al Esperado: desde Cuba hasta Rusia, desde China hasta América, desde Europa hasta el África, desde el África hasta Oceanía. Por ello el cielo y la tierra toda entonan: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres en quienes Él se complace» (Lc 2, 14).



Juan Beteta Lazarte
Pensamineto Católico-Perú

martes

Historias de navidad II

Se conoce como Tregua de Navidad a un breve alto el fuego no oficial que ocurrió entre el Imperio Alemán y las tropas británicas estacionadas en el frente occidental de la Primera Guerra Mundial durante la navidad de 1914. La tregua comenzó en la víspera de la Navidad, el 24 de diciembre de 1914 cuando las tropas alemanas comenzaron a decorar sus trincheras, luego continuaron con su celebración cantando villancicos, específicamente Stille Nacht (Noche de paz). Las tropas británicas en las trincheras al otro lado respondieron entonces con villancicos en inglés. Ambos lados continuaron el intercambio gritando saludos de Navidad los unos a los otros. Pronto ya había llamadas a visitas en la tierra de nadie, donde pequeños regalos fueron intercambiados: whisky, cigarrillos, etc. La artillería en esa región permanenció silenciosa esa noche. La tregua también permitió que los caídos recientes fueran recuperados desde detrás de las líneas y enterrados. Se condujeron ceremonias de enterramiento con soldados de ambos lados del conflicto llorando las pérdidas juntos y ofreciéndose su respeto. La tregua se propagó hacia otras áreas, y hay muchas historias — algunas quizá apócrifas — de partidos de fútbol entre las fuerzas enemigas. Hay cartas que confirman que el resultado de uno de esos juegos fue 3 a 2 a favor de Alemania. En muchos sectores la tregua sólo duró esa noche, pero en algunas áreas duró hasta el año nuevo. La tregua ocurrió a pesar de la oposición de los niveles superiores de los ejércitos. Anteriormente un pedido hecho por el papa Benedicto XV de una tregua entre las partes en guerra había sido desoído. Los comandantes británicos John French y Sir Horace Smith-Dorrien juraron que una tregua así nunca volvería a permitirse (sin embargo ambos habían dejado el mando antes de la Navidad de 1915). En los años subsiguientes se ordenaron bombardeos de artillería en la víspera de la festividad para asegurarse de que no hubieran más reblandecimientos en medio del combate. Asimismo las tropas eran rotadas por varios sectores del frente para evitar que se familiaricen demasiado con el enemigo. A pesar de esas medidas hubo encuentros amigables entre soldados, pero en una escala mucho menor que la de los encuentros del año anterior. Durante la pascua de 1916 ocurrió una tregua similar pero en el frente oriental.
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