(Lucas. 19, 1-10).
Como Zaqueo, en octubre miles de personas salen a tu encuentro, Señor. Y tienen, también, la dificultad de la multitud para verte, para encontrarte. Pero, igual que con Zaqueo, eres Tú quien levanta la mirada y nos llama por nuestro nombre: «[reemplacemos el nombre de Zaqueo por el propio], baja pronto, porque conviene que hoy me quede yo en tu casa».
Después de misa — la primera que se celebra a las 5:00 a. m. dentro del templo de las Nazarenas — hay un silencio sepulcral. Solo se escucha la voz del capataz general, en medio de una expectativa inmensa, total, que llena de emoción a las personas que aguardan fuera a que las puertas se abran de par en par para dar paso a la procesión católica más grande del mundo. De pronto, se escucha la primera campana: tin. Hay murmullos y la inquietud crece. Luego se escucha la segunda: tin.
El Señor se alza. Se alza y pareciera que con Él, el mundo. Tan grande como una torre, tan dulce y amable como una paloma. Es el Señor de los Milagros.
Avanza y solo se escuchan las voces de las morenas cantoras: «¡GRACIAS, SEÑOR! ¡BENDITO SEA DIOS! TE ALABAMOS Y ADORAMOS. ¿QUIÉN COMO DIOS?», repiten tal como dice, con su propia persona, el arcángel Miguel, el que expulsó al Ángel Caído.
La hermana cantora general —una negra alta, morena legítima, sin muestras de mestizaje en el rostro— es la que indica la hora de cambiar de canto. En ese instante -cuando sale de la Iglesia de las Nazarenas- no hay banda. No hay música . Solo hombres y mujeres tratando de dar todo de sí al Señor, tratando de darle, en última instancia, sus propias vidas, como si quisieran repetir con Pedro: «Señor, qué bueno es estar aquí. Hagamos tres tiendas…».
Al pasar por la puerta del santuario hay un fuerte conmoción, causada por la gran cantidad de personas. Impresiona confirmar que, por Dios, el hombre es capaz incluso de sufrir o comprender el sufrimiento, un sufrimiento lleno de profundo amor; de otro modo, todos estaríamos locos.
El Señor, sigue avanzando, y sale al encuentro de la gente, de todos sin distinción, la gente de Lima y de lugares lejanos. Todos saben que ya viene: «¡Ahí sale el Señor! —se escucha entre la multitud—. ¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡Ahí está el Señor!», lloran, rezan, lo miran.
La gente se sube a árboles postes, techos, edificios y rejas, como otrora hizo Zaqueo. Jesucristo sale, y Lima se vuelve Nazaret por un mes. Una serie de coincidencias lo confirman: el templo de las Nazarenas —que recuerda el lugar del nacimiento del Nazareno, profetizado desde antiguo—, la multitud siguiendo al Señor —unas 10 000 ó 15 000 personas—, sus apóstoles —esta vez de morado, color del hábito del Cristo moreno—, las hermanas sahumadoras y cantoras, que no despegan la mirada de Él mientras caminan de espaldas —imagen de las mujeres que lo seguían—, la multitud —como hace 2006 años, cuando estuvo en la tierra, uno más entre nosotros, siendo hombre, siendo Dios—.
La multitud busca su simple rostro, busca vida, busca redención. Busca al Amor de los Amores. Busca perdón, auxilio. ¡Busca milagros! Y es que, claro, ¿cómo no hacerlo? ¿Cómo no pedirlos si frente a nosotros está el Señor de la Vida? ¿Cómo no buscarlo si vemos que a nuestro lado pasa el mismísimo Señor, el Señor de los Milagros? Por eso el magno papa Juan Pablo II decía que Lima en octubre vive su segunda Cuaresma. ¡Qué gran bendición! Ya que nada sucede por casualidad, el Perú recibe en esta hermosa devoción al Señor de los Milagros. La veneración de la imagen que cargan estas pequeñas andas –y digo pequeñas en comparación al misterio de Amor que se ve representada en aquella imagen- nos trae a la memoria lo que sabemos esencial en el corazón: sin Cristo no somos nada. Sin Él no hay vida, y siempre hay que buscarlo para que, desde nuestro encuentro con Él, demos frutos de santidad.
Juan Enrique Beteta Lazarte
Colaborador de Pensamiento Católico -Perú
Colaborador de Pensamiento Católico -Perú
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