Y nosotros nos matamos a trabajar, vivimos con decencia y nos podemos dar por contentos si conseguimos abrirnos camino medianamente. Si existe un Dios justo, ¿por qué les va entonces bien a los malos, y a los buenos mal?
De esta acusación existen naturalmente numerosas variantes, pero en definitiva todas van a parar a lo mismo. Si Dios fuera justo, a los malos no debería salirles nada bien y a los buenos todo. Y yo, yo ¡naturalmente! soy bueno. Y ese que lo ha «conseguido» es ¡naturalmente! malo. A veces, surge de inmediato un pequeño apéndice mordaz: «Usted dirá, desde luego, que al otro le irá muy mal en la vida eterna y a mí muy bien. Pero eso aquí no me sirve de nada». Y detrás de esto se esconde la frase: «Además, quién sabe si eso de la vida eterna será cierto al fin y al cabo».
Este planteamiento puede ir mucho más lejos: ¿Por qué A es inteligente y B tonto? ¿Por qué la señorita C es guapa y la señorita D, expresándonos con cortesía, menos guapa? ¿Por qué E está sano y F enfermo? ¿Por qué G vive en un país azotado por las guerras y H en un país en paz? ¿Por qué la señora J da a luz seis hijos y la señora I ninguno? ¿Acaso el mundo es una lotería?
En definitiva la idea que subyace en este planteamiento es la de que un Dios justo deberá hacer que la vida de los hombres en la tierra transcurriese conforme a los méritos que nosotros vemos en ellos. Y si Dios se atiene a esta receta, quedaría inmediatamente desenmascarado como injusto: bastaría con que a una sola persona buena le fuese mal en su vida y a una sola persona mala le fuese bien. Según esto, un solo asesinato convertiría a un hombre en asesino; un solo robo, en ladrón; una sola injusticia, en injusto. Además, se entiende que irle a uno bien en la vida significa villa, Riviera, Marbella, etc., es decir, poseer una especie de primitivo Paraíso-en-la-tierra.
Si Dios siguiese esta receta inmediatamente se expondría a cientos de acusaciones, porque en realidad seríamos nosotros los que nos erigiríamos en jueces, determinando a quién le debería ir bien la vida y a quién le debería ir mal. Y ¿qué pasa con nuestra propia justicia? Ya el hecho de que nos consideremos buenos es suficiente para juzgarnos. Es una mentira presuntuosa. Y lo bueno o malo que puede ser el otro, de eso sabemos muy poco. A esto hay que añadir que nuestra naturaleza se inclina casi siempre a acostumbrarnos rápidamente a deleites materiales, a considerarlos naturales, a convertirnos en hartos, pedantes y orgullosos, pero sobre todo: lo más opuesto a felices. Conozco a muchos millonarios, pero ninguno feliz. Cada uno de nosotros está destinado para una tarea totalmente individual, incluso el enfermo F y la nada agraciada señorita D. Y lo más estúpido y equivocado que podemos hacer es comparar nuestra propia vida con la de otro, llenos de envidia o con arrogancia despreciativa.
¿Por qué vive el papagayo cien años y el caballo treinta? ¿Por qué un hombre ochenta y el otro sólo veinte? Quien como nosotros sólo puede abarcar un sector mínimo de la vida y, en el mejor de los casos, sólo domina la pequeña tabla de multiplicar de la justicia, será preferible que se abstenga de juzgar. Cristo lo ha expresado con toda claridad. «¿Qué te importa a ti eso? ¡Sígueme TU!».
Louis de wohl
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