Frente a Manila estaba dispuesta toda la flota para la batalla. Ya iba a romper el fuego, cuando a un marinero de servicio en el buque-insignia se le cayó una camisa al mar. Pidió permiso para recogerla; se lo negaron y se arrojó al agua. Creyeron todos que era un cobarde desertor. A los pocos minutos estaba de nuevo sobre cubierta, pero lo arrestaron y, después de la batalla, el Tribunal militar le condenó a varios años de cárcel. El general Dewey, que actuó de juez, preguntó al marinero cómo pudo hacer tamaña locura por una camisa que nada valía. El joven sacó una fotografía, y dijo solamente: ¡Mi madre! En el bolsillo de la camisa que había caído al mar estaba el retrato de su madre, y quiso salvarlo a toda costa. Dewey abrazó al marinero y lo indultó.
Hay en la madre -escribe Luis Riesgo- algo de inmenso valor: la ternura. Esa ternura, mezcla de cariño, comprensión y delicadeza, que permanece en su corazón aunque ya tenga muchos años, que todo hombre, por rudo que sea, agradece, y cuyo secreto sólo ella posee.
¿Estará en la ternura la razón del amor de los hijos a sus madres?¿O estará, quizá, en la entrega? Entrega abnegada, constante, aunque no siempre reconocida.
A esa ternura y a esa entrega unamos su entereza, su comprensión, la sensibilidad con que intuye el más leve problema de sus hijos... y comenzaremos a explicarnos por qué las madres ocupan el lugar de honor en el corazón de sus hijos. Sencillamente, porque son madres. Como María, la madre de Cristo y madre nuestra.
Salve, Estrella del mar,
Virgen Madre de Dios.
Rompe nuestras cadenas.
Cura nuestra ceguera.
Defiéndenos del mal.
Concédenos el bien.
Muestra que eres Madre
y que, por tu plegaria,
acepte nuestras súplicas
El que, nacido por nosotros,
quiso ser tu Hijo. Amén.
Padre Cándido Pozo S.J.
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