Fui a ver una adaptación teatral de Rebelión en la granja, la famosa obrita de George Orwell, escritor inglés de mediados del siglo pasado. Rebelión en la granja (Granja de animales, si se quiere una traducción literal) es una feroz alegoría de la revolución rusa. Orwell no esconde ni disfraza una visceral amargura por lo que significó este hecho en la historia de la humanidad del siglo XX. De la primera página a la última, su lectura no parece admitir interpretaciones que esquiven la horrible paradoja de fondo del discurso comunista: la revolución solo sirve para cambiar de dueños.
Así las cosas, Lenin es el cerdo mayor, que tuvo el sueño de la revolución: es una especie de oráculo que dicta las acciones para cambiar la historia; Trotsky es el cerdo blanco, de finos modales y florido verbo, espécimen clásico de las élites rusas, educadas en francés, peleado con sus parientes zaristas; Stalin es el cerdo duro y campesino, inteligencia práctica absoluta que termina —como siempre— en brutalidad disfrazada de pragmatismo; el resto del elenco orwelliano conforma la corte estalinista. No me di el trabajo de investigarlo, pero supongo en cada animal un personaje histórico concreto: Beria, Molotov, Zinoviev, etc.
Por último, interesa el burro, que es ni más ni menos que Erick Blair, es decir, el mismísimo Orwell. Este personaje no cuenta la historia; la sufre con un pesimismo que ninguna ilusión de mejora ideológica, política o económica puede ya remover. Ha perdido para siempre la fe en las ideologías porque son todas mentiras.
Hasta aquí el librito original. Como toda historia literaria, encierra una verdad en la ficción, distancia al público del hecho concreto y lo convierte en una parábola que puede servirnos para comprender situaciones distintas en la historia. Me parece que ese es el sentido de la literatura. Concuerdo con que los textos no son unívocos, que el lector también es autor, que hay diacronía, sincronía, semántica, sintáctica, gramática, metarrelatos, metadiscursos, otras tantas metacosas y blablablá; pero no exageremos: los autores también tienen intenciones evidentes en sus textos.
Traicionar estas intenciones evidentes es un crimen intelectual (iba a decir «mental», ya que estamos hablando de Orwell, pero no soy un policía del pensamiento), crimen mucho peor que el plagio del que tanto nos escandalizamos los lectores —y con razón—. Y digo que peor, porque mientras en el plagio hay algo de fidelidad al autor —demasiada, diría yo—, en la distorsión se asume que el autor dice lo que no quiere decir, y en algunos casos —como este en concreto—, que dice exactamente lo contrario.
Me explico. El montaje La rebelión de los chanchos es un buen trabajo teatral. Tiene ensayo, coordinación, cierta creatividad un poco imitativa de otras creatividades —valga la paradoja— algunos gags bien puestos, algunas alusiones a las neurosis peruanas colectivas… Nada del otro mundo, pero buen trabajo.
El problema es el burro. Primera distorsión: el burro cuenta la historia. Lo han convertido en Esopo, un moralista que nos va a enseñar cómo vivir. Deje que el público saque sus conclusiones, señor guionista; no lo joda con sus moralejas.
Pero esta primera distorsión es pasable todavía; de mal gusto, pero pasable… diríamos que es casi de forma. Lo duro viene en la segunda. Al final el burro se convierte en Salomón Lerner[1] y nos da un discurso sobre lo que debemos hacer: la revolución de los cívicos. Así, todo el cuento de Orwell se convierte en una historia antifujimorista[2], antiderechista, antiimperialista, y los buenos y sufridos animales de la historia son todos miembros de la izquierda caviar peruana, inocentes, sensibles, tolerantes y bondadosos, mientras que los chanchos son la derecha malvada, fascista, falangista y todo lo se les ocurra, pero jamás comunista, que es lo que quiso decir con absoluta claridad el bueno de Orwell. Y todos los que hemos escuchado la historia seríamos unos chanchos si no nos involucramos en esta revolución o unas ovejas si no sospechamos del Estado.
Ojo, estimado y agudo lector, no defiendo ni ataco postura ideológica alguna. Si el guión fuera al revés también lo diría. Solo intento defender la literatura y el teatro. Cuando alguno de estos dos deja de intentar reflejar una realidad humana y se pone al servicio de una ideología, se muere. Eso es lo que pude ver en La rebelión de los chanchos.
Así las cosas, Lenin es el cerdo mayor, que tuvo el sueño de la revolución: es una especie de oráculo que dicta las acciones para cambiar la historia; Trotsky es el cerdo blanco, de finos modales y florido verbo, espécimen clásico de las élites rusas, educadas en francés, peleado con sus parientes zaristas; Stalin es el cerdo duro y campesino, inteligencia práctica absoluta que termina —como siempre— en brutalidad disfrazada de pragmatismo; el resto del elenco orwelliano conforma la corte estalinista. No me di el trabajo de investigarlo, pero supongo en cada animal un personaje histórico concreto: Beria, Molotov, Zinoviev, etc.
Por último, interesa el burro, que es ni más ni menos que Erick Blair, es decir, el mismísimo Orwell. Este personaje no cuenta la historia; la sufre con un pesimismo que ninguna ilusión de mejora ideológica, política o económica puede ya remover. Ha perdido para siempre la fe en las ideologías porque son todas mentiras.
Hasta aquí el librito original. Como toda historia literaria, encierra una verdad en la ficción, distancia al público del hecho concreto y lo convierte en una parábola que puede servirnos para comprender situaciones distintas en la historia. Me parece que ese es el sentido de la literatura. Concuerdo con que los textos no son unívocos, que el lector también es autor, que hay diacronía, sincronía, semántica, sintáctica, gramática, metarrelatos, metadiscursos, otras tantas metacosas y blablablá; pero no exageremos: los autores también tienen intenciones evidentes en sus textos.
Traicionar estas intenciones evidentes es un crimen intelectual (iba a decir «mental», ya que estamos hablando de Orwell, pero no soy un policía del pensamiento), crimen mucho peor que el plagio del que tanto nos escandalizamos los lectores —y con razón—. Y digo que peor, porque mientras en el plagio hay algo de fidelidad al autor —demasiada, diría yo—, en la distorsión se asume que el autor dice lo que no quiere decir, y en algunos casos —como este en concreto—, que dice exactamente lo contrario.
Me explico. El montaje La rebelión de los chanchos es un buen trabajo teatral. Tiene ensayo, coordinación, cierta creatividad un poco imitativa de otras creatividades —valga la paradoja— algunos gags bien puestos, algunas alusiones a las neurosis peruanas colectivas… Nada del otro mundo, pero buen trabajo.
El problema es el burro. Primera distorsión: el burro cuenta la historia. Lo han convertido en Esopo, un moralista que nos va a enseñar cómo vivir. Deje que el público saque sus conclusiones, señor guionista; no lo joda con sus moralejas.
Pero esta primera distorsión es pasable todavía; de mal gusto, pero pasable… diríamos que es casi de forma. Lo duro viene en la segunda. Al final el burro se convierte en Salomón Lerner[1] y nos da un discurso sobre lo que debemos hacer: la revolución de los cívicos. Así, todo el cuento de Orwell se convierte en una historia antifujimorista[2], antiderechista, antiimperialista, y los buenos y sufridos animales de la historia son todos miembros de la izquierda caviar peruana, inocentes, sensibles, tolerantes y bondadosos, mientras que los chanchos son la derecha malvada, fascista, falangista y todo lo se les ocurra, pero jamás comunista, que es lo que quiso decir con absoluta claridad el bueno de Orwell. Y todos los que hemos escuchado la historia seríamos unos chanchos si no nos involucramos en esta revolución o unas ovejas si no sospechamos del Estado.
Ojo, estimado y agudo lector, no defiendo ni ataco postura ideológica alguna. Si el guión fuera al revés también lo diría. Solo intento defender la literatura y el teatro. Cuando alguno de estos dos deja de intentar reflejar una realidad humana y se pone al servicio de una ideología, se muere. Eso es lo que pude ver en La rebelión de los chanchos.
Mag. José Manuel Rodríguez Canales
Director del Centro de Estudios y Aplicación Pedagógica
Director Académico del Instituto para el Matrimonio y la Familia
Universidad Católica San Pablo
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[1] Salomón Lerner Febres (*Lima, 19 de julio de 1944), filósofo y profesor universitario del Perú. Ex rector de la Pontificia Universidad Católica del Perú.. Presidió la Comisión de la Verdad y Reconciliación, encargada de desarrollar una investigación sobre el conflicto armado interno que el Perú padecio en las últimas dos décadas de siglo pasado. Cabe resaltar que dicha comisión fue criticada duramente en su momento por el primado del Perú Cardenal Juan Luís Cipriani pues ,entre otras cosas, dicha comisión enjuició negativamente la actuación pastoral de la Iglesia Católica en Ayacucho, Apurímac y Huancavelica durante las dos décadas de violencia terrorista.
[2] Postura ideológica que se manifiesta contraria a la política desarrollada por Alberto Fujimori quien ocupo la Presidencia del Perú desde 28 de julio de 1990 hasta 17 de noviembre de 2000. A Fujimori se le acredita haber logrado restaurar la estabilidad macroeconómica del Perú y restaurar la paz y seguridad interna. Sin embargo, ha sido criticado fuertemente por su particular estilo de gobierno, siendo calificado como autoritario por sus detractores, en especial después del llamado Autogolpe de 1992. También ha sido objeto de acusaciones por su posible participación en actos de corrupción y violaciones de derechos humanos, (lesa humanidad).
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