En el mundo moderno hay personas interesadas en establecer fronteras para indicar que existen distintos tipos de embriones y fetos. Unos serían “viables” al estar bien desarrollados, al ser sanos. Otros serían “no viables”, porque todavía son muy pequeños o porque tienen defectos o enfermedades más o menos graves.
Establecida la frontera, algunos establecen una discriminación radical: los embriones y fetos viables serían más importantes que los no viables. Incluso sería correcto, dicen, permitir la eliminación de los segundos sin mayores problemas. Total: son tan pequeños, o están tan estropeados, que su vida y su muerte depende de las decisiones de los adultos.
Las leyes que permiten el aborto en las primeras doce semanas o en casos de enfermedades son el resultado de esta mentalidad. Una mentalidad que olvida que todos los seres humanos fuimos primero embriones, luego fetos, luego niños. Una mentalidad profundamente discriminatoria, pues trata a algunos seres humanos como si fuesen “pre-humanos” o “sub-humanos”.
Ante esta discriminación, hemos de recordar una verdad profunda que es la puerta para promover un mundo más justo: somos seres humanos desde el momento que empezamos a vivir, desde que se produjo la fecundación de un óvulo por un espermatozoide.
Es cierto que reconocer lo anterior no es suficiente para garantizar la seguridad de nadie.
En el mundo cada día son asesinados cientos de niños, adultos, ancianos. Pero también es verdad que decir que tú y que yo somos hombres, como lo es un embrión de pocas horas de vida, como lo es un feto que quizá no es viable, como lo es un niño que nace ciego, como lo es un joven que queda sin piernas después de un accidente de tráfico, es un paso fundamental para quitar discriminaciones que pueden ser el inicio de formas graves de abuso, de marginación, incluso de muerte.
Matar a un ser humano inocente es siempre un delito muy grave. Matarlo con la excusa de que “no es viable” no deja de serlo. Una excusa más o menos ingeniosa no quita la gravedad de una injusticia.
Demos a los seres humanos más pequeños, más indefensos, más necesitados de cariño y protección, ese nombre maravilloso que millones de madres han sabido darles desde el primer día que supieron lo que ocurría en sus entrañas: son hijos.
Así promoveremos una civilización sin fronteras arbitrarias, una cultura de la justicia, de la paz y del amor. La que nos ha permitido vivir a ti y a mí, y la que permitirá la vida de todos los que vengan después de nosotros, si somos capaces de ofrecerles respeto y, sobre todo, amor.
P. Fernando Pascual
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