A las famosas canteras de mármol en Carrara (Italia) fué cierta vez un escultor, y veíasele mirar y remirar entre los bloques como si buscase alguna cosa. Le preguntaron qué buscaba. Y contestó: "La imagen de un santo". Los que oyeron, riéndose de muy buena gana, le decían: "Si quiere usted ver imágenes de santos, vaya usted a la iglesia".
El escultor se sonrió, pero prosiguió buscando y volviendo a buscar. Al fin, deteniéndose ante uno de los bloques dijo: "Ahí se esconde". Adquirió el bloque, lo hizo enviar a su taller de Roma y, al poco tiempo, de aquella masa informe había salido, como por magia, la estatua de un santo, perfectísima.
Así como un escultor puede convertir cualquier trozo de mármol en una estatua y un tallador puede sacar una figura de cualquier pedazo de madera, de todo hombre puede formarse un santo, pues el amor a Dios y a los semejantes es asequible a todo espíritu humano.
Con harta razón nos decía San Buenaventura: "El amor a Dios no es privativo de algunas personas privilegiadas; una sencilla mujer aldeana puede querer tanto a Dios como el sabio más ilustre".
Y por esto vemos que han habido santos de todas las categorías y rangos sociales.
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