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Un chino moribundo da las gracias al sacerdote que le asistió

Un ilustre religioso, el Padre Tremanns, después de haber permanecido en la China como misionero por más de nueve años, regresó a Europa a causa de su delicada salud. Se estableció para reponerse en la casa misión de San Gabriel, no lejos de Viena, ciudad en la que dio algunas conferencias refiriendo los nobles esfuerzos y fatigas de los misioneros para evangelizar tan vasto país.

Ilustraba sus relatos con interesantes proyecciones y los salpimentaba con curiosos ejemplos, la mayor parte sucedidos a él mismo. Entre infinidad de ellos refirió el siguiente:

Un chino, recién ganado para el Cristianismo, yacía gravemente enfermo y próximo a morir. En aquel trance el buen hombre envió a por un sacerdote. Pero como la casa misión se hallaba a una distancia enorme, el mensajero tardó casi tres días en alcanzarla. Correspondió hacerse cargo de aquel servicio al Padre Tremanns, y púsose al punto en camino, llegando, al cabo de otros tres días de viaje, donde estaba el enfermo.

Encontró a éste en tal estado de gravedad, que todo hacía presumir la inminencia del desenlace. Confesóle y administróle la Sagrada Comunión, que recibió con todo su ardor de neófito.

Luego de esto, dijo aquel hombre al sacerdote: “Querido padre, te agradezco con toda el alma lo que por mí has hecho. Atravesaste vastas llanuras y encumbradas montañas para venir en mi auxilio. Ni los rigores de los elementos, ni las fatigas de tan largo camino te arredraron. Ahora, pues, una promesa te hago solemnemente, y todos pueden decirte que sé cumplir lo que prometo: Cuando llegue al Cielo, después de haber prestado a Dios el acatamiento que le corresponde, mi primer acto será pedirle que te bendiga copiosamente, por los desvelos y afanes que conmigo has tenido.”

Estas muestras de agradecimiento de un espíritu sencillo y pueril emocionaron en gran manera al misionero, y bastaron a recompensarle crecidamente las incomodidades y sinsabores de tan fatigoso viaje.

Todos los cristianos deberíamos tener siempre muy presentes los favores que debemos a los sacerdotes, y por los que ellos no recibirán recompensa mundana alguna. De esta manera nos inclinaríamos más y más a quererlos y respetarlos.

(Spirago, Catecismo en ejemplos, t. IV, Ed. Políglota, 2ª Ed., Barcelona, 1940, pp.228-229)

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