El año 1848 se fundó en París un convento de capuchinos. Los religiosos sufrieron mucho porque se veían afrentados en todos sitios y perseguidos y abucheados por la plebe.
Un día se acercó al prior de aquel convento un hombre muy conocido como socialista y le dijo a grandes voces: “¿Cómo os atrevéis a salir de casa con este vestido grotesco y medieval? Es una afrenta a un siglo como el nuestro que ha echado a tierra todas vuestras historias absurdas”.
El religioso le contestó sin alterarse: “¿Quién sois?”
La contestación fue la siguiente: “Soy un redactor del periódico socialista “El proletario” y un ferviente partidario de los derechos del hombre proclamados por la Revolución Francesa; mis tres lemas son: Libertad, Igualdad, Fraternidad”.
El capuchino añadió entonces con el aire más tranquilo del mundo: “Muy señor mío, los derechos del hombre que encontráis tan excelentes, supongo que me conceden en calidad de hombre que soy, por lo menos creo serlo tanto como cualquier socialista, el derecho de vestirme como me plazca y de vivir como se me antoje. Sed consecuentes a lo menos”.
El socialista, conmovido por la serenidad impasible de aquel religioso y comprendiendo que éste llevaba razón, le tendió cordialmente la mano con estas palabras: “Perdonadme, mis palabras han sido necias, si existe libertad, debe ser para todos”.
Un día se acercó al prior de aquel convento un hombre muy conocido como socialista y le dijo a grandes voces: “¿Cómo os atrevéis a salir de casa con este vestido grotesco y medieval? Es una afrenta a un siglo como el nuestro que ha echado a tierra todas vuestras historias absurdas”.
El religioso le contestó sin alterarse: “¿Quién sois?”
La contestación fue la siguiente: “Soy un redactor del periódico socialista “El proletario” y un ferviente partidario de los derechos del hombre proclamados por la Revolución Francesa; mis tres lemas son: Libertad, Igualdad, Fraternidad”.
El capuchino añadió entonces con el aire más tranquilo del mundo: “Muy señor mío, los derechos del hombre que encontráis tan excelentes, supongo que me conceden en calidad de hombre que soy, por lo menos creo serlo tanto como cualquier socialista, el derecho de vestirme como me plazca y de vivir como se me antoje. Sed consecuentes a lo menos”.
El socialista, conmovido por la serenidad impasible de aquel religioso y comprendiendo que éste llevaba razón, le tendió cordialmente la mano con estas palabras: “Perdonadme, mis palabras han sido necias, si existe libertad, debe ser para todos”.
Los religiosos son odiados por los hombres mundanales como si no tuviesen derecho a existir.
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