En debates orales o escritos, es fácil encontrar personas que reprochan a la Iglesia católica hechos del pasado o del presente.
Un caso típico es el de la Inquisición. Muchos critican este tribunal por violar el respeto a la libertad religiosa y por usar en ocasiones la tortura como método para conseguir declaraciones de los procesados.
Ante este tipo de acusaciones, otras personas, seguramente con el deseo de defender a la Iglesia, reconocen los hechos erróneos pero intentan “contextualizarlos”: la Inquisición usaba en ocasiones la tortura porque ese “método” era también usado en los tribunales civiles, pertenecía al modo habitual de comportarse en el pasado.
Es entonces cuando ocurre un fenómeno interesante: los atacantes se irritan y consideran como estrategia equivocada y mezquina el que otros busquen “justificar” el uso de la tortura por parte de los agentes inquisitoriales con el recurso al dato de que otros, en el ámbito civil, también lo hacían.
Irritarse de este modo puede obedecer a diversos motivos, pero uno, quizá escondido, es evidente: los críticos suponen, consciente o inconscientemente, que los católicos deberían tener una integridad moral y una justicia superiores a las que se daban en los lugares donde vivían.
Esta suposición se construye sobre premisas que no siempre son tenidas en cuenta en este tipo de discusiones. Una de ellas lleva a destruir la ideología sociologista, según la cual los individuos están sometidos a la mentalidad del mundo cultural en el que viven.
Es decir: la Iglesia sólo estaría llamada a superar el nivel moral de una época histórica si reconocemos que todos los seres humanos (los de ayer como los de hoy) están capacitados para comportarse según criterios diferentes a los que dominan en las sociedades en las que viven.
La segunda premisa es la más paradójica: suponer y exigir que los católicos tendrían que comportarse con una integridad moral fuera de lo común implica reconocerles algo de lo que carecerían otros grupos humanos. ¿Dónde radica la paradoja? En que ese “algo”, para los católicos, sólo puede venir de Dios, mientras que muchos críticos de la Iglesia niegan radicalmente que los católicos hayan sido fundados por un Cristo que sea, además, Dios.
Los católicos pueden afrontar este tipo de críticas desde una actitud dialogante y con el deseo sincero de conocer la historia del pasado. No podemos juzgar el ayer sin tener en cuenta cómo se vivía en cada época histórica.
Al mismo tiempo, hay que reconocer que quienes repiten una y otra vez las mismas críticas a los católicos por sus incoherencias del pasado y del presente suponen algo sumamente importante, que no puede quedar de lado en las discusiones: que los católicos estarían llamados a superar los parámetros de maldad o de injusticia de los lugares en donde viven, precisamente porque su origen, Jesucristo, les obliga a vivir con una integridad y una nobleza tal que los separe, cuando sea necesario, de los modos de actuar adoptados por aquellos pueblos y culturas que están configurados por criterios muy diferentes de los que se surgen desde la aceptación del Evangelio.
Un caso típico es el de la Inquisición. Muchos critican este tribunal por violar el respeto a la libertad religiosa y por usar en ocasiones la tortura como método para conseguir declaraciones de los procesados.
Ante este tipo de acusaciones, otras personas, seguramente con el deseo de defender a la Iglesia, reconocen los hechos erróneos pero intentan “contextualizarlos”: la Inquisición usaba en ocasiones la tortura porque ese “método” era también usado en los tribunales civiles, pertenecía al modo habitual de comportarse en el pasado.
Es entonces cuando ocurre un fenómeno interesante: los atacantes se irritan y consideran como estrategia equivocada y mezquina el que otros busquen “justificar” el uso de la tortura por parte de los agentes inquisitoriales con el recurso al dato de que otros, en el ámbito civil, también lo hacían.
Irritarse de este modo puede obedecer a diversos motivos, pero uno, quizá escondido, es evidente: los críticos suponen, consciente o inconscientemente, que los católicos deberían tener una integridad moral y una justicia superiores a las que se daban en los lugares donde vivían.
Tal exigencia de una integridad superior sólo tiene sentido si descubrimos que la Iglesia tiene “algo” que debería obligar a los católicos a ser diferentes, incluso “mejores”, que los otros grupos sociales.
Esta suposición se construye sobre premisas que no siempre son tenidas en cuenta en este tipo de discusiones. Una de ellas lleva a destruir la ideología sociologista, según la cual los individuos están sometidos a la mentalidad del mundo cultural en el que viven.
Es decir: la Iglesia sólo estaría llamada a superar el nivel moral de una época histórica si reconocemos que todos los seres humanos (los de ayer como los de hoy) están capacitados para comportarse según criterios diferentes a los que dominan en las sociedades en las que viven.
La segunda premisa es la más paradójica: suponer y exigir que los católicos tendrían que comportarse con una integridad moral fuera de lo común implica reconocerles algo de lo que carecerían otros grupos humanos. ¿Dónde radica la paradoja? En que ese “algo”, para los católicos, sólo puede venir de Dios, mientras que muchos críticos de la Iglesia niegan radicalmente que los católicos hayan sido fundados por un Cristo que sea, además, Dios.
Los católicos pueden afrontar este tipo de críticas desde una actitud dialogante y con el deseo sincero de conocer la historia del pasado. No podemos juzgar el ayer sin tener en cuenta cómo se vivía en cada época histórica.
Al mismo tiempo, hay que reconocer que quienes repiten una y otra vez las mismas críticas a los católicos por sus incoherencias del pasado y del presente suponen algo sumamente importante, que no puede quedar de lado en las discusiones: que los católicos estarían llamados a superar los parámetros de maldad o de injusticia de los lugares en donde viven, precisamente porque su origen, Jesucristo, les obliga a vivir con una integridad y una nobleza tal que los separe, cuando sea necesario, de los modos de actuar adoptados por aquellos pueblos y culturas que están configurados por criterios muy diferentes de los que se surgen desde la aceptación del Evangelio.
P. Fernando Pascual
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