Tenemos un punto de vista. Lo exponemos. ¿Por qué?
Alguno
dirá que hablamos porque creemos en la verdad de nuestras ideas y por
eso deseamos compartirlas. Otro pensará que tenemos actitudes
impositivas desde las cuales intentamos manipular y controlar a otros.
Habrá
quien diga que lo mejor es dejar a cada quien con sus convicciones.
Hablar para convencer, según esta perspectiva, sería fundamentalismo,
intolerancia, falta de respeto a la “sana diversidad” de pareceres.
En
realidad, nos resulta casi imposible suponer que todas las ideas valen
lo mismo y que no tiene sentido ofrecer los propios pareceres a quienes
entren en el campo de nuestras relaciones.
Incluso
el que dice que habría que respetar las opiniones de todos, que sería
incorrecto hablar para convencer, tendrá que reconocer la situación
extraña en la que se encuentra: busca que su idea sea aceptada. Es
decir, pretende “convencer” a otros de que nadie debería “convencer” a
otros...
Un
elemento constitutivo del dialogar humano consiste en situarse en
perspectivas de ayuda y de ofrecimiento. Los padres que explican al hijo
que no se dice “lo sabo” sino “lo sé”, no son dictadores intolerantes:
simplemente reconocen la conveniencia de respetar las reglas
gramaticales para una buena inserción social.
Desde
luego, hay quienes no sólo creen que tienen algo que decir y que eso
que dicen es verdadero, sino que lo hacen de malas maneras, sin respeto
al otro, sin habilidad comunicativa. Reconocer que existen actitudes y
comportamientos negativos que dañan las relaciones humanas es otro modo
concreto de acoger una idea como válida. Ofrecerla, explicarla, con una
sana pedagogía y en un clima de respeto, promueve un mundo de relaciones
que permite dejar atrás lo que nos daña y avanzar hacia modelos de
convivencia más justos.
Entonces,
¿hablamos para convencer? Sí. No podemos evitarlo. Como ya se ha dicho,
quien lo niegue buscará, con una simpática paradoja, convencernos de
que no debemos hablar para convencer...
Si
las cosas están así, podemos añadir una nueva idea: es importante
pensar bien las cosas antes de decirlas. Porque las palabras no son
inofensivas: si lo que decimos es falso, existe la posibilidad de que
alguien lo acoja (se convenza) de eso que le hemos manifestado y caiga
en el engaño. Si lo que decimos es verdadero, presentarlo de malas
maneras puede impedir al otro abrirse a perspectivas enriquecedoras.
Sopesar
las palabras se convierte entonces en una tarea imprescindible. Así
evitaremos difundir ideas que pueden ser falsas, opiniones no bien
maduradas. Sobre todo, así nos daremos cuenta de que un buen diálogo
inicia cuando antes nos hemos esforzado por cribar lo que escuchamos,
leemos o reflexionamos a solas.
Descartaremos
así (esperamos) lo que no corresponda a la verdad. Asumiremos lo que
nos parece más seguro. Tendremos en nuestros labios o entre los dedos
que escriben ideas ponderadas, maduras, y, seguramente, también
verdaderas. Eso es lo mejor que podemos decir a quien intentamos
convencer, desde un respeto profundo, eso que por ahora consideramos
como digno de ser difundido.
Fernando Pascual
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