Arrodillarse. ¿Qué misterio encierra este gesto? vivimos sumergidos en una cultura donde se ha implantado la idea que arrodillarse es un acto denigrante. Es un acto arcaico e innecesario. Pero todo ello contrasta cuando lo hacemos ante Cristo, especialmente en la Eucaristía. Ese simple gesto nos conecta con algo mucho más grande que nosotros mismos. Bien se dice cuando hablan que el encuentro con Dios es una acto personal y real donde todo lo creado y todos nuestros actos toman sentido. Es un acto de humildad y entrega al reconocer quién es Dios y quiénes somos nosotros en relación con Él.
San Agustín decía que "el alma no puede elevarse si no es humilde". Arrodillarse nos recuerda que no somos los dueños de todo, que no tenemos todas las respuestas. Es un reconocimiento de que hay algo –o mejor dicho, Alguien– que está por encima de nosotros y a quien debemos todo.
En un mundo donde se nos dice constantemente que debemos ser autosuficientes, arrodillarse es un acto contracultural, de rebeldía, un gesto que nos libera del egoísmo y la autosuficiencia.
Arrodillarse una gran paradoja
Cuando nos arrodillamos ante Cristo, estamos haciendo algo revolucionario. Nos declaramos libres de las cadenas del mundo. Decir "Jesús es el Señor" significa que ningún otro poder –ni el dinero, ni el prestigio, ni el poder humano– puede gobernarnos. Esta idea tiene sus raíces en el Evangelio mismo.
Dostoyevski, en su novela Los Hermanos Karamázov, plantea un diálogo fascinante sobre la libertad en su famoso "Gran Inquisidor".
Aquí, el Inquisidor reprocha a Cristo por ofrecer al hombre la libertad de elegirlo, en lugar de imponer su poder divino. Para el Inquisidor, los seres humanos preferirían someterse a un poder más tangible y autoritario, porque la libertad es demasiado aterradora. Sin embargo, Cristo nos llama a algo radicalmente diferente: a arrodillarnos, no por miedo, sino por amor. Nos invita a rendirnos, no ante el poder, sino ante la libertad de su amor. Así, el acto de arrodillarse ante Él es un acto de verdadera libertad, porque no nos sometemos a las cosas de este mundo, sino que nos entregamos a la verdad que nos hace libres (Jn 8, 32).
Un mundo que aborrece Arrodillarse
Hoy, pareciera que arrodillarse es algo que ya no encaja en nuestra cultura. pareciera que los ecos del "Non serviam" seducen a muchos. Muchas veces, en misa, se prefiere estar de pie o simplemente no se le da importancia a la genuflexión al pasar frente al sagrario. Esta "pequeña" costumbre refleja algo más grande: el olvido de nuestra relación íntima con Dios. Vivimos en una época en la que lo "correcto" es mantener la fe a distancia, sin que comprometa demasiado nuestras decisiones cotidianas.
San Juan Pablo II, en su encíclica Dominum et Vivificantem, nos advirtió sobre el peligro de un cristianismo que, bajo la presión del relativismo, pierde su sentido de reverencia y adoración. Él nos decía que la fe no es una "idea" que podamos manipular según nuestras preferencias. La verdadera fe involucra todo nuestro ser, incluyendo nuestro cuerpo. "El gesto de arrodillarse –explicaba Juan Pablo II– es un acto en el que se une el cuerpo y el alma en la adoración de Aquel que es la plenitud de la verdad".
Cuando dejamos de arrodillarnos, comenzamos a perder el sentido de nuestra relación con Dios y con la creación. Arrodillarse, entonces, no es una simple formalidad: es un acto que nos recuerda nuestra dependencia absoluta de Dios.
La Adoración: Antídoto Contra el Relativismo
Vivimos en una época de relativismo, donde todo parece depender de las opiniones individuales y donde no hay verdades absolutas. Esto también afecta nuestra relación con Dios. Cuando dejamos de arrodillarnos, en el fondo, dejamos de reconocer a Dios como el centro de nuestra vida. La adoración es, en realidad, el mejor antídoto contra esta confusión. San Juan Pablo II, nos recordaba que "el hombre no puede vivir sin adoración".
Si no adoramos a Dios, inevitablemente adoramos algo más:
el dinero, el poder, el placer. Pero ninguna de estas cosas puede llenarnos.
Arrodillarse en la adoración es decirle a Dios: "Tú eres el centro de mi vida, y todo lo demás toma su lugar a partir de Ti". Es un acto de confianza radical, porque reconocemos que solo en Dios encontramos nuestro verdadero valor y destino.
Comulgar con Cristo: Un Encuentro que Nos Cambia
Cuando recibimos la Eucaristía, estamos comulgando con Cristo. Pero este acto va más allá de lo que sucede en ese momento. Comulgar "a Cristo" significa dejarnos transformar por Él, hacer que su vida sea nuestra vida, que su amor sea nuestro amor. Como decía Santa Teresa de Ávila, "Cristo no tiene ahora otro cuerpo en la tierra que el tuyo". Al recibirlo en la Eucaristía, nos convertimos en sus manos, sus pies, su corazón en el mundo.
Pero este encuentro no puede quedarse solo en un momento espiritual. Comulgar con Cristo significa también comulgar con todo lo que Él ama, especialmente los pobres y los que sufren. En Mateo 25, Jesús nos enseña que lo que hacemos por los más pequeños, lo hacemos por Él. Si realmente hemos recibido a Cristo en la Eucaristía, entonces debemos salir al mundo con una mirada nueva, dispuestos a amar y a servir a los demás como lo hizo Él.
El Misterio del Dios que se Arrodilla Ante Nosotros
Es impactante pensar que el mismo Dios que nos llama a arrodillarnos ante Él, también se ha arrodillado ante nosotros.
En la Última Cena, Jesús se arrodilla para lavar los pies de sus discípulos (Jn 13, 5). Este gesto es el ejemplo más radical de humildad y amor. Dios, el Todopoderoso, se inclina ante sus criaturas. Y aún hoy somos testigos cuando se ofrece a nosotros en la Eucaristía.
Cada vez que nos arrodillamos ante el sagrario, nos arrodillamos ante un Dios que ha elegido quedarse entre nosotros, no como un rey poderoso, sino como el pan que se parte y se reparte.
En este misterio de la Eucaristía, encontramos el corazón de nuestra fe. Arrodillarse ante Cristo no es solo un acto de reverencia, es un acto de comunión, de entrar en ese misterio de amor que transforma el mundo.
Así que la próxima vez que te encuentres ante Cristo en la Eucaristía, no tengas miedo de arrodillarte, de mostrar nuestra fe. La adoración es el mejor antídoto frente a la indiferencia de este mundo. Arrodillarse es declarar que hay un Dios que nos ama y nos invita a seguirlo.
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