martes

«Dios no ha creado el mal»

Hace cerca de un mes, la costa sur del Perú fue azotada por un fuerte terremoto que dejó centenares de muertos, heridos y miles de damnificados. Al poco tiempo, otro sismo aun más fuerte sacudió otra zona del Pacífico, esta vez en Asia. Ante situaciones como esta brotan innumerables cuestionamientos y reacciones: ¿por qué ocurren estas cosas?, ¿cuál es el sentido del sufrimiento?, ¿por qué parece que son los más pobres y débiles quienes más sufren? No es raro encontrar a quienes deciden alejarse de la fe en Dios sacudidos por estas preguntas. Inaugurando una nueva sección, Pensamiento Católico entrevistó al teólogo peruano Gustavo Sánchez [1] y le consultó acerca de estos temas. A continuación reproducimos un extracto de la entrevista:

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Pensamiento Católico: Doctor Sánchez, ¿Cómo hace su aparición el mal en el mundo? Gustavo Sánchez: Bueno, el mal no ha sido creado por Dios, eso de verdad que hay que señalarlo. Un dios que crea el mal sería un dios contradictorio, por lo tanto, un dios que no existe. Y la cuestión sobre el mal, que es una cuestión ciertamente muy compleja, se responde desde la perspectiva de su realidad —vamos a llamarla así— específica. Cuando uno se plantea el misterio del mal y trata de dar una definición de lo que es descubre lo siguiente: solamente hay mal allí donde hay bien; no se puede decir que el mal sea una realidad que tenga consistencia ontológica propia. El mal no es algo, sino, más bien, la carencia de algo. Y ese algo que falta, y que constituye justamente el mal, es el bien. San Agustín, a la hora de reflexionar sobre estas cosas, dio la respuesta clásica y en cierto sentido definitiva: el mal es ausencia de bien. Por lo tanto, si Dios es el bien absoluto y ha creado el mundo bueno, quiere decir que al principio, cuando Dios hizo las cosas, no había mal. El mal ha sido introducido por una voluntad ajena a Dios, una voluntad creada —vamos a llamarlo así—, que dejando de hacer el bien que debía hacer, permitió que se introdujera el mal en el mundo. Entonces, en ese sentido, hay que decir que si hay en el mundo desorden, desequilibrio, destrucción, conflicto, etcétera, eso se debe no a Dios sino a una voluntad creada que ha puesto en el mundo esta realidad, voluntad creada que la tradición judeocristiana identifica primero con la del ángel caído —el demonio—, y segundo con el hombre, que con el pecado se aparta de Dios.

Algunos se explican el terremoto diciendo que Dios nos envía pruebas para fortalecer nuestra fe; otros, que se trata de un castigo. ¿Alguna de estas aproximaciones es correcta? Hay que decir lo siguiente: Dios no prueba a nadie. Es decir, Dios no tienta o no pone a prueba a ver cómo le va al hombre, si es que cae o si es que no cae, si es que se mantiene o no se mantiene y, por lo tanto, esa aproximación está fuera de lugar. Lo segundo: Dios tampoco castiga, y para eso hay que tomar en consideración que cuando en la Biblia leemos a veces que se habla del castigo de Dios o que Dios hizo eso para castigar a tal o cual son maneras un poco primitivas de expresar una realidad que de suyo es muy misteriosa, que trasciende completamente nuestra inteligencia y que tiene que ser, justamente, explicada a partir de un hecho que es absolutamente cierto: que Dios, siendo verdad absoluta y siendo amor —cosa que también dice la revelación—, no puede jugar con el hombre. Un dios que ponga a prueba al hombre, que juegue con él como si fuera un muñeco, es un dios, que de verdad sería lejos de ser amable, un dios repulsivo. Y un dios que castigue sería lo mismo: o sea, pensar que Dios castiga es poner a Dios a la misma altura o al mismo nivel que nosotros; nosotros sí castigamos y eso no refleja un amor sino un egoísmo hasta cierto punto bastante grande. Entonces, desde esa perspectiva, hay que decir que no: ni el poner a prueba ni el castigar son realidades que se puedan atribuir a Dios y que sean de alguna manera el motivo, la causa por la cual se da esta tragedia. ¿Cómo encontrar el rostro de Dios en circunstancias como las que pasaron nuestros hermanos en el sur? ¿Cómo se hace presente Dios en las realidades dolorosas de la vida del ser humano? Hay que decir que Dios nunca ha querido ser ajeno al sufrimiento ni al tema del dolor y de la muerte. Y la razón más específica que podemos dar para eso es que Dios, al hacerse hombre, ha experimentado también el sufrimiento y ha experimentado la muerte. Nosotros sabemos que Dios no ha querido solamente ser el espectador del sufrimiento del ser humano, como si pudiéramos decir que desde arriba mira cómo sufrimos o cómo padecemos aquí en la tierra y Él es una especie de observador hasta cierto punto ajeno a esa realidad. Por la Encarnación, Dios, decía, se ha hecho hombre, y como hombre Dios ha experimentado lo que significa sufrir, lo que significa tener miedo, lo que significan dolor físico, el dolor, si se quiere espiritual, hasta cierto punto; y por último, Dios ha experimentado la muerte. Una cosa que nos debe llenar de mucho consuelo es saber que Dios conoce qué significa morir, no porque lo sepa por su gran inteligencia o por su ciencia perfecta, sino que sabe lo que significa morir porque lo ha experimentado personalmente. Y en ese sentido, aquí podríamos decir lo siguiente: cuando se pregunta «¿Dónde estaba Dios en estos sufrimientos? ¿Dónde estaba Dios en esta tragedia, en este terremoto?», hay que decir: Dios estaba allí, en medio de sus hermanos, sufriendo con ellos, compadeciéndose de ellos y, en algún sentido también, muriendo con ellos, porque nosotros sabemos que Cristo sigue presente en medio de nosotros. Él se ha unido a todos los hombres, a todos los cristianos, y en ese sentido Cristo también sufre en cada uno de ellos que se queda sin techo, que se queda sin hogar, incluso en aquellos que mueren. Ahí Cristo sigue sufriendo y sigue muriendo. Entonces, para nosotros es un motivo ya no de consuelo solamente sino de gran esperanza saber que Dios no es ajeno para nada a nuestras penurias, sino que Dios está allí junto a nosotros, con nosotros, en nosotros experimentando todo esto. Y no para quedarse en esa realidad negativa, sino para sacarnos adelante, para elevarnos de esa situación de miseria y para llevarnos a una situación de plenitud, de felicidad. No olvidemos —y esta es una cosa también muy importante— que el dolor y la muerte no son la última palabra de la existencia. A lo más, podríamos decir que son la penúltima palabra. Pero la última palabra ha sido dada por la resurrección de Cristo, que es, justamente, el triunfo sobre la muerte y sobre el mal, y en ese sentido, ese debe ser el motivo de nuestra esperanza más grande. Una esperanza, diría yo, que tiene nuestra gente, nuestro pueblo sencillo. Nuestro pueblo, a pesar de todo el sufrimiento que está pasando, sabe que la cosa no termina aquí, y que más allá de estas realidades tan dramáticas seguramente se avizora un motivo de esperanza; pues bien, esa esperanza tan grande la abre, justamente, su fe en Jesucristo muerto y resucitado. A veces nos da la impresión de que el mal parece ensañarse con los más pobres, con el justo que sufre de alguna manera injustamente ¿Por qué se da esto? Bueno, hay que tomar en cuenta también que cuando hablamos de que el mal se ensaña con los más pobres, hay que distinguir ahí diversos tipos de mal. Primero preguntarnos por qué hay pobres. Y ahí pienso yo que la respuesta es más o menos clara y evidente. Hay pobres porque el mal mismo que los hombres cometen… que los hombres—nosotros— cometemos ha hecho que se dé una situación en la que muchos de nuestros hermanos sufren, muchos de nuestros hermanos quedan postergados, marginados, excluidos y sin el acceso a unos bienes que les permitan una vida digna. Y, efectivamente, en ese sentido se puede decir que dada esta situación de injusticia que es fruto del pecado del hombre, ahí Dios no tiene mucho que ver. En esa situación pareciera que sobre estos pobres, sobre esta gente tan postergada, llueven, pues, los males, ya no solamente los males morales como pueden ser la pobreza, la injusticia, etcétera, sino incluso los males físicos como, por ejemplo, el terremoto. Bien sabemos que los pobres, que los humildes, los más pobres son los más desguarnecidos, y en ese sentido no tienen, de repente, cómo protegerse ante estas realidades como otros que tienen medios a su alcance sí podrían. Pero —y ahí viene justamente la cuestión importante— Jesús se ha identificado justamente con estos pobres con estos carentes, con estos que son marginados, excluidos. Y hay que recordar una cosa: Jesús los ha llamado «bienaventurados», ha dicho que de ellos —de estos que son así— es el reino de los cielos. ¿Por qué? Porque, justamente, una persona que vive una pobreza, que vive una situación de carencia, de exclusión, de marginación es una persona que no poniendo su esperanza en los bienes de la tierra puede estar disponible para acoger a Dios, para confiar en Él, y esa es justamente la condición o el requisito necesario para vivir no solo la comunión con Dios, sino también la salvación. Entonces, el hecho de que Jesús se haya identificado con estos pobres, que los ha llamado bienaventurados, nos dice una cuestión bien importante: hay que experimentar y vivir esta realidad de no digo yo ser carentes, pero sí de estar desapegados a los bienes, de alguna manera de no poner en ellos nuestra confianza, porque esa es la actitud necesaria para vivir en unión con Dios y, en última instancia, para acoger lo único que es absolutamente necesario. Yo pienso que esta cuestión del terremoto puede ayudarnos también a considerar los siguiente: ya no solamente en el sentido de quienes se ha quedado sin casa, sin bienes, etcétera —que, de hecho, hay que ayudarlos y ahí la respuesta solidaria ha sido muy buena—, sino a nosotros: estas cosas muchas veces pasan para que nosotros tomemos en consideración que más allá, pues, de los bienes que podamos tener o de las cosas que poseemos, una sola cosa es necesaria y de repente habría que preguntarse si esta cosa necesaria la tenemos. ¿Por qué es tan difícil para el ser humano explicarse el dolor? Por ejemplo, a lo largo de la historia muchas ideologías han intentado responder a esta interrogante. ¿Por qué han fallado? El gran problema es que el dolor no es una realidad que uno pueda mirar desde la tribuna —vamos a llamarlo así— y con cierta distancia y objetividad como para dar una explicación analítica y quedarse tranquilo, pues, pensando que ha encontrado la solución; el dolor es una realidad que nos envuelve, es una realidad en la que nosotros —ninguno de nosotros— es testigo, sino, más bien, una especie de protagonista. Un filósofo francés, Gabriel Marcel, hacía una distinción entre lo que él llamaba el problema y el misterio. El problema es una realidad que se puede percibir de manera objetiva, o sea uno se presenta o se sitúa ante ella como ante un objeto, es decir, fuera de la realidad: la mira, la puede analizar y puede dar una solución. Así, por ejemplo, un problema matemático, un problema de física, un problema de qué sé yo. Y vemos que cuando se habla de problemas, usualmente se habla de objetos. Pero hablar del misterio —dice Marcel— es una realidad donde, aquello que nosotros queremos comprender ya no está delante de mí, sino que, más bien, yo estoy metido dentro de esa realidad. Yo no tengo un punto de vista sobre esa realidad, porque eso corresponde al problema, sino que tengo una conciencia, ya que soy parte de esa situación a la que quiero encontrar una respuesta. Pues bien el dolor es eso, el dolor no es un problema; el dolor es un misterio, y nosotros estamos metidos en esa situación, la experimentamos y la vivimos, y de alguna manera eso nos cuestiona, nos interpela y hace que no podamos tener un visón, pues, tan, digamos, fría ante el asunto. Porque de inmediato cuando experimentamos una situación dolorosa la primera pregunta que todo ser humano se hace —casi con seguridad— es «¿Por qué a mí? ¿Por qué me toca esa cuestión? ¿Por qué yo tengo que ser el que sufra esta coyuntura, o esta situación tan dramática que preferiría no tener?». Entonces, si ese es el punto de partida, si esa es la coyuntura en la que nosotros nos preguntamos por el dolor, hay que encontrar una solución no en la pura racionalidad, no en el frío análisis de los puntos de vista, de los problemas, sino, más bien, en la conciencia que trata de ir más allá de la misma situación. Y esa es la razón por la cual las ideologías han fallado a la hora de explicar esto. Las ideologías fallan porque quieren ver lo que es un misterio como si fuera un problema, y obviamente tienen que fallar. La solución está en ver el misterio como misterio, y eso es justamente una cosa que solamente la fe puede dar. Por eso la fe, y concretamente la fe cristiana, ha sabido dar un no diré yo la respuesta definitiva al misterio, pero ha sabido encontrar el camino para, de alguna manera, superar esa realidad de dolor que es un misterio. ¿Cuál es esa forma?: asumiéndolo. Asumiéndolo nosotros podremos de alguna manera comprender un poco más lo que eso significa y, sobre todo, trascenderlo. Eso es lo que ha hecho Jesucristo. Jesucristo que, repito, es Dios hecho hombre, ante el misterio del dolor, no lo ha analizado como si fuera una especie de problema. Jesús, vean ustedes, no da una explicación sobre el dolor o por qué hay dolor en el mundo o cosas por el estilo. Jesús lo que hace es asumir el dolor, vivirlo hasta el extremo, que es justamente la muerte, y dar una superación de ese dolor en su resurrección, y ese es el camino al que a nosotros nos invita. Nosotros también por la fe, unidos a Jesús podemos, asumiendo ese dolor, superarlo. Superarlo mediante la fe, que en primer lugar supone la aceptación, no la pregunta del por qué —que en el fondo es rechazo—, sino la aceptación, y una aceptación que en buena medida se basa en el amor. Asumiendo el dolor ofrecemos ese dolor y ese sufrimiento por amor a los demás, y eso nos permite también unirnos a Cristo en la superación de esta realidad. ... ¿Por qué a veces parece no haber proporción entre la conducta y la fe de una persona y las circunstancias que vive? Por ejemplo, nunca falta el vecino o conocido muy creyente y devoto al que, sin embargo, sabemos que no le va muy bien: afronta problemas económicos, familiares o de trabajo. Al mismo tiempo no es raro encontrar algunas otras personas que abiertamente cometen injusticias, no creen en Dios, pero aparentemente viven de manera holgada y sin problemas. ¿Por qué ocurre esto? Bien hay que tomar en cuenta lo siguiente: la fe —y, por lo mismo, la vivencia de la religión— no es una receta para el buen vivir. A veces se plantea una visión completamente equivocada de lo que es la fe. Es la visión del… yo lo llamo la visión del tendero: si yo tengo fe y me porto bien con Dios, Dios está obligado a que me vaya bien en el negocio, en el trabajo, en la vida, etcétera. Y hay que ver que la fe no es eso. Si nosotros pensamos que la fe es una especie de relación de «yo te doy para que tú me des» con Dios, entonces convertimos a Dios en un bodeguero, en un tendero o en una especie de comerciante que está a nuestro nivel. Eso es un error. La fe, en última instancia, es lo que nos permite relacionarnos con Dios, que es infinitamente superior a nosotros. Y, ciertamente, la fe puede de alguna manera ayudarnos a vivir la existencia como debemos vivirla, es decir, como seres libres, como seres conscientes que, de alguna manera, trascienden sobre las realidades de esta vida. Trascender no significa que no tengan importancia; sí tienen importancia —y mucha—, pero no tienen la mayor importancia, y ahí es donde viene justamente la cuestión. Nosotros vivimos en un mundo donde lo que prima no es la justicia, no es la comprensión, no es la equidad o la armonía. Vivimos en un mundo que es todo lo contrario: un mundo que es injusto, un mundo donde quien de alguna manera manifiesta bondad o manifiesta solidaridad es despreciado, se aprovechan de él, etcétera. No es raro, entonces, que quien vive su fe —o quien quiera vivirla, por lo menos, de manera consciente— sea victima pues de quien trata de aprovecharse, de quien trata de pasarla bien, justamente, a costa de los demás. Ahí es donde nosotros podemos constatar lo siguiente: un mundo que rechaza justamente lo que es la bondad, el amor, la misericordia, la solidaridad es un mundo completamente inhumano, es un mundo donde los hombres son explotados y donde son tratados como cosas en provecho y en beneficio de unos cuantos sinvergüenzas, habría que decirlo. Ese no es un mundo adecuado, ese no es el mundo que Dios quiere. Y por eso no es raro ver que, justamente, a los que se aprovechan, a los injustos, a los inicuos les va muy bien mundanamente hablando. Pero ahí viene justamente la cuestión: esa vida buena, según los criterios del mundo, sea con riqueza, con poder, con dominio, etcétera: ¿es una vida que a la persona la hace feliz?, ¿es una vida que a la persona la realiza? Nosotros no solamente por la fe, sino también en la práctica, decimos que no. Que esas personas tratan de llenar su afán de riqueza de poder con más riqueza y más poder, y que a fin de cuentas terminan siendo infelices, y como eso se acaba, su infelicidad será, pues, completa y absoluta. Ejemplos de eso hay muchos, y pienso que en ese sentido no es necesario abundar. Pero quien vive su fe de la manera correcta, vive teniendo a Dios como el valor supremo, esa persona, aun en medio de su situación difícil —podríamos llamarla así— es feliz porque ha encontrado lo que es más importante y lo que en última instancia hace que la vida sea vida. ... ¿Cuál es la actitud que debe tener un cristiano ante el dolor? ¿Cómo puede darle mayor sentido a su sufrimiento? El cristiano ante el dolor tiene el deber, en primer lugar, de luchar contra el dolor que puede ser de alguna manera eliminado, porque hay que reconocer que si bien el dolor es una realidad permanente, no está bien. Volvemos a la frase que hemos dicho: «Dios no quiere el dolor ni el sufrimiento, Dios no ha creado el mal». Por lo tanto, nuestra tarea sería luchar y hacer lo posible para que ese dolor desaparezca, cuando se puede. Cuando no se puede hacer eso, la persona está, el cristiano está invitado, está llamado a que ese dolor sea asumido y ofrecido, y en ese sentido, tenga ese sentido —vamos a llamarlo así— redentor o ese sentido de participación en la redención que hemos señalado. Yo estoy seguro de que, por ejemplo, las monjas de la madre Teresa de Calcuta, que ven tanto sufrimiento y tanto dolor ante ellas, no se quedan de manera pasiva diciendo, pues, «Bueno, que sufran para que así se unan a Cristo», sino que actúan. Van donde las personas indigentes, las cuidan, las curan cuando están enfermas, etcétera, y hacen que su vida sea más digna y sea más humana. Pero hay situaciones donde evidentemente, pues, no se puede hacer más y, por lo tanto, ayudan a que las personas que viven en una situación de dolor extremo puedan asumir ese dolor y puedan ofrecerlo, y en ese sentido es también una obra meritoria. Eso también nosotros estamos llamados a vivir en nuestra existencia: lo negativo y lo malo que podemos ver en nosotros, si se puede, hay que rechazarlo y hay que eliminarlo. Cuando no se puede, hay que saberlo asumir y, con bastante fe, ofrecerlo a Dios porque eso también tiene un valor ante Él. ...

Extracto de la entrevista realizada por Pensamiento Católico al Doctor Gustavo Sánchez
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[1] Gustavo Sánchez Rojas (Lima, 1962) es doctor en Teología por la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima. Actualmente es profesor de Teología Dogmática en la misma universidad. También es profesor principal de la Universidad Marcelino Champagnat y profesor principal en la Universidad Católica San Pablo, de Arequipa. Es director de la revista Vida y Espiritualidad.

La ausencia de Dios

Titulares: una bomba mata 30 civiles y 15 soldados en Irak, la hambruna diezma una población en África, miles de abortos en los países desarrollados, tráfico de mujeres en Europa del Este, etc.


¿Existe el mal? La respuesta parecería obvia. Bastaría media hora de telediario para contestarla. Y en la marea de este mal que nos oprime el corazón ¿dónde quedó Dios? Si contestamos con una lógica miope y sin trascendencia, surge la incertidumbre y la angustia. Nos rebelamos y, argumentando como hombres, pretendemos concluir como dioses: “Si Dios lo creó todo, entonces Dios creó el mal, pues el mal existe”. Y una de dos: “o Dios es malo, pues las obras reflejan a su autor; o Dios no existe, su presencia y acción se reducen a un mito”.

Antes de abordar la ausencia de Dios, ejemplifiquemos otros tipos de ausencias.


Alguna vez te han cuestionado sobre la existencia del frío. “¿Pero qué pregunta es esa? –replicarás- Sal a la calle en traje de baño una noche de invierno y después hablamos”. Suena extraño pero, de hecho, el frío no existe. Este término describe cómo nos sentimos si carecemos de energía calorífica. Según las leyes de la física, lo que se suele llamar “frío”, corresponde en la realidad a la ausencia de calor.

Otro ejemplo: la oscuridad, ¿existe? Cierra herméticamente tus persianas en la noche. Apaga la bombilla de tu lámpara. Ponte una venda en los ojos. Junta todo lo anterior ¿No es acaso esto encontrarse en plena oscuridad? Sin embargo, al igual que el frío, la oscuridad no existe por sí misma. Con ese término describimos la ausencia de luz. La oscuridad no se presenta como objeto de estudio, la luz sí: analizamos con un prisma la luz blanca y su gama de colores, la física nos ayuda a medir sus longitudes de onda, etc. Además, si entras en un cuarto y exclamas: ¡cuánta oscuridad hay aquí! ¿Cómo calculas cuán oscuro está ese recinto? Te basas en la mayor o menor ausencia de luz.

Retomemos la pregunta inicial ¿Existe el mal? Ya consideramos cómo el frío no lo concebiríamos si primero no hubiéramos experimentamos la energía calorífica, y luego su ausencia. También ilustramos cómo la oscuridad es la ausencia de la luz. Ahora, concluimos: el mal es también una ausencia. Sí, una ausencia, la de Dios. Y si Dios es amor, aludimos a la ausencia del amor.


Sin embargo, distingamos. No todo lo que llamamos “mal” es ausencia del amor de Dios. Aquí nos referimos más bien a los frutos del egoísmo y de la soberbia humana con sus múltiples caretas. El factor común de muchas desgracias radica en el rechazo de Dios y consecuentemente en su ausencia. Así pues, porque existe la energía calorífica captamos su ausencia, el frío; porque existe la luz hablamos de la oscuridad; y porque existe Dios, percibimos también su ausencia, el mal del egoísmo y la soberbia.


¡Atención! Dios no abandona por propia iniciativa, no. Nosotros le abandonamos a Él. La luz no huye de mi oscura habitación. Soy yo quien no abro mi persiana.

Las infamias sufridas, el abandono y el desprecio de los hombres, a veces de los seres más queridos ¿son una ausencia de Dios? La persecución, la tortura, el atropello de la propia dignidad humana ¿son una ausencia de Dios? Sí, ellos manifiestan esa ausencia del amor de Dios. Pero antes, retiremos a Dios del banquillo de los acusados. Defendamos su inocencia. No es su culpa. Nadie culparía a un rayo de luz por no iluminar su habitación si primero no abre su ventana. En nuestro caso, los agresores carecen de la luz divina en sus mentes, del calor de su amor en sus corazones. Tristemente algunos han traducido esa ausencia en la cólera divina desatada sobre ellos. Para otros se ha convertido en un sinsentido, un callejón sin salida donde colisionan con el desprecio de Dios o con su negación. Ellos repudian a ese Dios malvado, quien actúa por medio de sus agresores. Rechazan a ese Dios lejano que se queda cruzado de brazos.

No todo pinta negro en este panorama. Esta ausencia para muchas personas, iluminada por una gran paradoja, se ha transformado en ocasión de la presencia de Dios. ¿Dónde estriba esa paradoja? Dios mismo, hecho hombre, cargó con el resultado de su propia ausencia: el sufrimiento.

¿También se enmarcan en la ausencia de Dios las enfermedades de las cuales no somos la causa? Constituyen las secuelas del desprecio original de la amistad con Dios en el paraíso. Y aquí, nuevamente, reluce la paradoja del amor divino. Dios, con rostro humano, padeció no sólo los dolores morales: las infamias, el desprecio, el abandono de los suyos; sino también el dolor físico: el hambre, el cansancio, las torturas, los azotes, la corona de espinas, los clavos que destrozaban sus nervios, una muerte cruel y despiadada. Él, compartiendo nuestras miserias, llenó esa ausencia con su presencia; la colmó con el amor en quienes sufren.

¡Cómo nos gustaría vernos libres de las penas físicas y morales que nos aquejan! Él contesta a nuestras protestas abrazando su cruz y la comparte como un don. Se fatigó, sudó, lloró, sangró. Desde entonces muchos hombres y mujeres han aprendido a descubrir en la enfermedad un camino para alcanzarlo. Otros, en la persecución o en el atropello de su dignidad, han aprendido a perdonar y a amar, han adquirido un corazón semejante al suyo. Y miles de personas han deplorado la ausencia de Dios en sus corazones como el auténtico mal. Con Él presente, todos los demás “males”, el dolor físico y el moral, se convierten en bienes, en medios para unirse más a Él.


Si con Él morimos, viviremos con Él. Si con Él sufrimos, reinaremos con Él.



Jader Vanegas-Gama
Colaborador de Pensamiento Católico

lunes

La fe: nuestro mayor tesoro*

«La fe es nuestro mayor tesoro, riqueza en medio de la pobreza»: estas son las palabras que muchos años atrás escribía el papa Juan Pablo II en la oración para el novenario de preparación de América Latina para la celebración del quinto centenario de su evangelización. Quisiera compartir, precisamente, la gran sabiduría de esas palabras, pues su mensaje se está manifestando en estos días en el Perú.

Y es que creo que el Perú, después del terremoto que sufrió el 15 de agosto, con las consecuencias que ha tenido, se ha convertido en un emblema de toda América Latina, de todos nuestros países, de nuestros hermanos hispanos que están en los EE. UU., en Canadá o en España. Es el testimonio de cómo en medio de las dificultades se revela un sustrato profundo que está en nuestra gente, que es la fe, y cómo esta fe ha sido un elemento que ha sustentado de manera especialísima a las personas en el Perú en estos días de tragedia, especialmente en la costa peruana.

He tenido la oportunidad de hablar con varios de los sacerdotes que fueron enviados por la arquidiócesis de Lima para proporcionar asistencia espiritual en medio del desastre, para que las personas no solamente recibieran el agua o el alimento indispensables para poder vivir, sino también el consuelo espiritual para seguir hacerlo con la dignidad de seres humanos. Y estos sacerdotes me contaban cómo en medio de la tragedia, la sensibilidad y la fe de las personas eran una realidad abrumadora y evangelizadora. Ellos se sentían evangelizados cuando llegaban a un pueblo y la gente, al verlos entrar vestidos como sacerdotes, los aplaudían, los aplaudían en medio de la tragedia.

En Pisco, por ejemplo, ciudad costera con un puerto muy importante, adonde llegó don José de San Martín, uno de los dos libertadores del Perú que luego proclamaría la independencia, la zona histórica ha quedado completamente arrasada. Un templo se vino abajo matando a entre 60 y 100 personas. Los cadáveres no han podido ser rescatados todavía de esta enorme pila de residuos, pues era un templo antiguo, grande y alto, con un gran frontis y dos campanarios. Y se vino abajo enterrando a las personas que en ese momento se encontraban dentro, entre ellas, al padre Emilio Sánchez. Y 29 horas después, cuando ya habían sido encontrados los restos de varias decenas de fieles que murieron en este derrumbe, encontraron vivo al sacerdote. Lo encontraron con el brazo roto, bastante deshidratado y pidiendo que lo dejaran con su pueblo, que no se lo llevaran. Obviamente los rescatistas tuvieron que llevárselo, pues presentaba un cuadro de deshidratación: imagínense ustedes, 29 horas enterrado en medio del polvo y con el brazo roto. Y la misma gente que había perdido familiares allí, que había rescatado a duras penas los cuerpos de sus seres queridos, cuando vieron salir al sacerdote y cuando, más tarde, vieron que se recuperaba intacta una imagen de san Martín de Porres de debajo de los escombros, gritaban «¡Milagro! ¡Milagro!». Es decir, esa misma gente miraba sobrenaturalmente; era capaz de ver la acción de Dios, su mano poderosa, en medio de esta tragedia.

Y estos sacerdotes me contaban cómo una y otra vez las personas daban esta muestra de fe, de anhelo, de deseo de Dios, de deseo de los sacramentos y de la gracia. Y también me contaban cómo en su constante marcha no encontraban ni una sola palabra de reproche, ni una interrogante del tipo «¿Por qué Dios lo ha permitido?».

De todos los sacerdotes, solo uno tuvo la experiencia de un adulto joven que se le acercó muy respetuosamente y ni siquiera le preguntó en primera persona, a pesar de tratarse, tal vez, de una duda propia; simplemente preguntó: «Padre, si una persona se pregunta por qué Dios ha permitido esto, ¿cuál sería la respuesta?». De esta forma, con mucho respeto, esta persona preguntó al sacerdote cuáles serían los motivos de Dios. El padre se lo explicó de un modo sencillo: «Mira, la razón exacta va a seguir siendo un misterio, el misterio del mal. Pero hay que recordar dos: cosas el desorden en la naturaleza lo introdujo el hombre por su pecado. Con el pecado original él introdujo ese desorden. Por otro lado, otra cosa importante es recordar que el Padre entregó a su hijo Jesucristo y lo entregó para que sufriera los más horribles dolores físicos, psicológicos y espirituales, justamente para que no quedara ninguna duda al hombre de que en medio de sus sufrimientos Dios está con él. No podemos saber con certeza por qué Dios permite estos acontecimientos tan dolorosos que ponen a prueba la esperanza de las personas; pero lo que sí sabemos es que Él siempre está con nosotros, y no cabe ninguna duda de su amor, pues este ha quedado probado por encima de cualquier duda al haber entregado a su hijo Jesucristo».

Un misionero vicentino español que vive hace años en Pisco, el padre Berrade, decía: «Yo estoy años acá, décadas, y no me acostumbro: siempre me veo maravillado con la fe de la gente. No me acostumbro, no me rutinizo con esto. Siempre me asombra ver la fe profunda de la gente, la devoción que tiene». Y el cardenal Tarciso Bertone, el secretario de Estado del Vaticano, que estuvo recientemente en la zona de desastre a nombre del Papa para llevar el sentir de este y su solidaridad, decía que él también veía con asombro la fe del pueblo y que, al verla, lo único que podía hacer era convocar a la construcción de una nueva esperanza, es decir, lanzar una invitación a renovar la esperanza y llevarla a partir de esta tragedia a un punto nuevo, de tal manera que la reconstrucción material esté acompañada de una necesaria reconstrucción espiritual.

La fe ha quedado demostrada en esta catástrofe, una fe que existe en todos nuestros pueblos, que muchas veces no se expresa suficientemente en el ámbito publico, una fe que muchas veces las autoridades no expresan ni respetan. Qué importante es verla expresada en esta situación extrema para comprender la intuición de Juan Pablo II cuando compuso la oración para el novenario de preparación del Quinto Centenario, con la que comencé y termino: la fe es nuestro mayor tesoro, riqueza en medio de la pobreza.




Alejandro Bermúdez
Adaptación: Pensamiento Católico
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[*] Este artículo es una adaptación de «Dios y los desastres naturales: el terremoto en Ica», título que el autor dio a la emisión del 28 de agosto del 2007 de su podcast Punto de Vista, a propósito del terremoto que había sacudido la costa sur del Perú apenas unos días antes el mismo año. Para esta adaptación contamos con los permisos respectivos.

miércoles

El barbero y Dios

Un hombre fue a una barbería a cortarse el cabello y recortarse la barba.

Como es costumbre en estos casos, entabló una amena conversación con la persona que le atendía. Hablaban de muchas cosas y tocaron muchos temas; de pronto, tocaron el tema de Dios y el barbero dijo:

-Fíjese caballero que yo no creo que Dios exista, como usted dice

-...Pero, ¿por qué dice usted eso? preguntó el cliente.

-Pues es muy fácil, basta con salir a la calle para darse cuenta de que Dios no existe, o dígame, ¿acaso si Dios existiera, habría tantos enfermos, y niños abandonados? Si Dios existiera no habría sufrimiento ni tanto dolor para la humanidad; yo no puedo pensar que exista un Dios que permita todas estas cosas.

El cliente se quedó pensando un momento, pero no quiso responder para evitar una discusión. El barbero terminó su trabajo y el cliente salió del negocio. Recién abandonada la barbería vio a un hombre con la barba y el cabello muy largos, al parecer hacía mucho tiempo que no se lo cortaba y se veía muy desarreglado. Entonces entró de nuevo en la barbería y le dijo al barbero:

-¿Sabe una cosa? Los barberos no existen.

-¿Cómo que no existen, si yo estoy aquí y soy barbero?

-¡No!, dijo el cliente, no existen porque si existieran no habría personas con el pelo y la barba tan larga como la de ese hombre que va por la calle.

-¡Ah, no! —dijo el Barbero—Los barberos si existen, lo que pasa es que estas personas no vienen hacia mi.

-¡Exacto!, dijo el cliente, ese es el punto. Dios sí existe, lo que pasa es que las personas no van hacia Él y no le buscan, por eso hay tanto dolor y miseria.


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