Titulares: una bomba mata 30 civiles y 15 soldados en Irak, la hambruna diezma una población en África, miles de abortos en los países desarrollados, tráfico de mujeres en Europa del Este, etc.
¿Existe el mal? La respuesta parecería obvia. Bastaría media hora de telediario para contestarla. Y en la marea de este mal que nos oprime el corazón ¿dónde quedó Dios? Si contestamos con una lógica miope y sin trascendencia, surge la incertidumbre y la angustia. Nos rebelamos y, argumentando como hombres, pretendemos concluir como dioses: “Si Dios lo creó todo, entonces Dios creó el mal, pues el mal existe”. Y una de dos: “o Dios es malo, pues las obras reflejan a su autor; o Dios no existe, su presencia y acción se reducen a un mito”.
Antes de abordar la ausencia de Dios, ejemplifiquemos otros tipos de ausencias.
Antes de abordar la ausencia de Dios, ejemplifiquemos otros tipos de ausencias.
Alguna vez te han cuestionado sobre la existencia del frío. “¿Pero qué pregunta es esa? –replicarás- Sal a la calle en traje de baño una noche de invierno y después hablamos”. Suena extraño pero, de hecho, el frío no existe. Este término describe cómo nos sentimos si carecemos de energía calorífica. Según las leyes de la física, lo que se suele llamar “frío”, corresponde en la realidad a la ausencia de calor.
Otro ejemplo: la oscuridad, ¿existe? Cierra herméticamente tus persianas en la noche. Apaga la bombilla de tu lámpara. Ponte una venda en los ojos. Junta todo lo anterior ¿No es acaso esto encontrarse en plena oscuridad? Sin embargo, al igual que el frío, la oscuridad no existe por sí misma. Con ese término describimos la ausencia de luz. La oscuridad no se presenta como objeto de estudio, la luz sí: analizamos con un prisma la luz blanca y su gama de colores, la física nos ayuda a medir sus longitudes de onda, etc. Además, si entras en un cuarto y exclamas: ¡cuánta oscuridad hay aquí! ¿Cómo calculas cuán oscuro está ese recinto? Te basas en la mayor o menor ausencia de luz.
Retomemos la pregunta inicial ¿Existe el mal? Ya consideramos cómo el frío no lo concebiríamos si primero no hubiéramos experimentamos la energía calorífica, y luego su ausencia. También ilustramos cómo la oscuridad es la ausencia de la luz. Ahora, concluimos: el mal es también una ausencia. Sí, una ausencia, la de Dios. Y si Dios es amor, aludimos a la ausencia del amor.
Otro ejemplo: la oscuridad, ¿existe? Cierra herméticamente tus persianas en la noche. Apaga la bombilla de tu lámpara. Ponte una venda en los ojos. Junta todo lo anterior ¿No es acaso esto encontrarse en plena oscuridad? Sin embargo, al igual que el frío, la oscuridad no existe por sí misma. Con ese término describimos la ausencia de luz. La oscuridad no se presenta como objeto de estudio, la luz sí: analizamos con un prisma la luz blanca y su gama de colores, la física nos ayuda a medir sus longitudes de onda, etc. Además, si entras en un cuarto y exclamas: ¡cuánta oscuridad hay aquí! ¿Cómo calculas cuán oscuro está ese recinto? Te basas en la mayor o menor ausencia de luz.
Retomemos la pregunta inicial ¿Existe el mal? Ya consideramos cómo el frío no lo concebiríamos si primero no hubiéramos experimentamos la energía calorífica, y luego su ausencia. También ilustramos cómo la oscuridad es la ausencia de la luz. Ahora, concluimos: el mal es también una ausencia. Sí, una ausencia, la de Dios. Y si Dios es amor, aludimos a la ausencia del amor.
Sin embargo, distingamos. No todo lo que llamamos “mal” es ausencia del amor de Dios. Aquí nos referimos más bien a los frutos del egoísmo y de la soberbia humana con sus múltiples caretas. El factor común de muchas desgracias radica en el rechazo de Dios y consecuentemente en su ausencia. Así pues, porque existe la energía calorífica captamos su ausencia, el frío; porque existe la luz hablamos de la oscuridad; y porque existe Dios, percibimos también su ausencia, el mal del egoísmo y la soberbia.
¡Atención! Dios no abandona por propia iniciativa, no. Nosotros le abandonamos a Él. La luz no huye de mi oscura habitación. Soy yo quien no abro mi persiana.
Las infamias sufridas, el abandono y el desprecio de los hombres, a veces de los seres más queridos ¿son una ausencia de Dios? La persecución, la tortura, el atropello de la propia dignidad humana ¿son una ausencia de Dios? Sí, ellos manifiestan esa ausencia del amor de Dios. Pero antes, retiremos a Dios del banquillo de los acusados. Defendamos su inocencia. No es su culpa. Nadie culparía a un rayo de luz por no iluminar su habitación si primero no abre su ventana. En nuestro caso, los agresores carecen de la luz divina en sus mentes, del calor de su amor en sus corazones. Tristemente algunos han traducido esa ausencia en la cólera divina desatada sobre ellos. Para otros se ha convertido en un sinsentido, un callejón sin salida donde colisionan con el desprecio de Dios o con su negación. Ellos repudian a ese Dios malvado, quien actúa por medio de sus agresores. Rechazan a ese Dios lejano que se queda cruzado de brazos.
No todo pinta negro en este panorama. Esta ausencia para muchas personas, iluminada por una gran paradoja, se ha transformado en ocasión de la presencia de Dios. ¿Dónde estriba esa paradoja? Dios mismo, hecho hombre, cargó con el resultado de su propia ausencia: el sufrimiento.
¿También se enmarcan en la ausencia de Dios las enfermedades de las cuales no somos la causa? Constituyen las secuelas del desprecio original de la amistad con Dios en el paraíso. Y aquí, nuevamente, reluce la paradoja del amor divino. Dios, con rostro humano, padeció no sólo los dolores morales: las infamias, el desprecio, el abandono de los suyos; sino también el dolor físico: el hambre, el cansancio, las torturas, los azotes, la corona de espinas, los clavos que destrozaban sus nervios, una muerte cruel y despiadada. Él, compartiendo nuestras miserias, llenó esa ausencia con su presencia; la colmó con el amor en quienes sufren.
¡Cómo nos gustaría vernos libres de las penas físicas y morales que nos aquejan! Él contesta a nuestras protestas abrazando su cruz y la comparte como un don. Se fatigó, sudó, lloró, sangró. Desde entonces muchos hombres y mujeres han aprendido a descubrir en la enfermedad un camino para alcanzarlo. Otros, en la persecución o en el atropello de su dignidad, han aprendido a perdonar y a amar, han adquirido un corazón semejante al suyo. Y miles de personas han deplorado la ausencia de Dios en sus corazones como el auténtico mal. Con Él presente, todos los demás “males”, el dolor físico y el moral, se convierten en bienes, en medios para unirse más a Él.
Las infamias sufridas, el abandono y el desprecio de los hombres, a veces de los seres más queridos ¿son una ausencia de Dios? La persecución, la tortura, el atropello de la propia dignidad humana ¿son una ausencia de Dios? Sí, ellos manifiestan esa ausencia del amor de Dios. Pero antes, retiremos a Dios del banquillo de los acusados. Defendamos su inocencia. No es su culpa. Nadie culparía a un rayo de luz por no iluminar su habitación si primero no abre su ventana. En nuestro caso, los agresores carecen de la luz divina en sus mentes, del calor de su amor en sus corazones. Tristemente algunos han traducido esa ausencia en la cólera divina desatada sobre ellos. Para otros se ha convertido en un sinsentido, un callejón sin salida donde colisionan con el desprecio de Dios o con su negación. Ellos repudian a ese Dios malvado, quien actúa por medio de sus agresores. Rechazan a ese Dios lejano que se queda cruzado de brazos.
No todo pinta negro en este panorama. Esta ausencia para muchas personas, iluminada por una gran paradoja, se ha transformado en ocasión de la presencia de Dios. ¿Dónde estriba esa paradoja? Dios mismo, hecho hombre, cargó con el resultado de su propia ausencia: el sufrimiento.
¿También se enmarcan en la ausencia de Dios las enfermedades de las cuales no somos la causa? Constituyen las secuelas del desprecio original de la amistad con Dios en el paraíso. Y aquí, nuevamente, reluce la paradoja del amor divino. Dios, con rostro humano, padeció no sólo los dolores morales: las infamias, el desprecio, el abandono de los suyos; sino también el dolor físico: el hambre, el cansancio, las torturas, los azotes, la corona de espinas, los clavos que destrozaban sus nervios, una muerte cruel y despiadada. Él, compartiendo nuestras miserias, llenó esa ausencia con su presencia; la colmó con el amor en quienes sufren.
¡Cómo nos gustaría vernos libres de las penas físicas y morales que nos aquejan! Él contesta a nuestras protestas abrazando su cruz y la comparte como un don. Se fatigó, sudó, lloró, sangró. Desde entonces muchos hombres y mujeres han aprendido a descubrir en la enfermedad un camino para alcanzarlo. Otros, en la persecución o en el atropello de su dignidad, han aprendido a perdonar y a amar, han adquirido un corazón semejante al suyo. Y miles de personas han deplorado la ausencia de Dios en sus corazones como el auténtico mal. Con Él presente, todos los demás “males”, el dolor físico y el moral, se convierten en bienes, en medios para unirse más a Él.
Si con Él morimos, viviremos con Él. Si con Él sufrimos, reinaremos con Él.
Jader Vanegas-Gama
Colaborador de Pensamiento Católico
2 comentarios:
Siempre usan los mismos ejemplos??? Tanto Evangélicos como Católicos???
Hola Ricardo; Creo que el problema no son los ejemplos sino el criterio que estos transmiten, para el caso la pregunta es ¿nos queda claro aquello que comunican?. Al menos no veo que lo escrito aqui, o los ejemplos utilizados descalifiquen aquello que quieren comunicar.
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