martes

Con la puerta siempre abierta

Cuando un hombre y una mujer se casan prometen fidelidad hasta la muerte. El “hasta la muerte” no hay que entenderlo en sentido literal, como si uno puede dejar de ser fiel cuando el otro o la otra haya muerto. Se trata de algo mucho más profundo y difícil: ser fiel hasta el sacrificio, hasta la renuncia total, hasta la pérdida del propio bienestar económico o de los planes más fuertemente acariciados...

Por desgracia, siempre han existido infidelidades. Son especialmente dramáticas cuando él o ella dejan el hogar y abandonan a la otra parte, tal vez incluso con niños pequeños.

Es duro, de la noche a la mañana, descubrir que el esposo se fue. Quizá con otra, quizá lejos, quizá sin una nota de despedida o una promesa de ayuda en los gastos que implica el cuidar a los hijos. La esposa (o el esposo) abandonada queda sola, con un dolor y una herida que es difícil de describir, que sólo conocen quienes han pasado por una experiencia parecida.

Duele el ver cómo alguien que un día prometió amor fiel y eterno, “en la salud y en la enfermedad”, rompa de la noche a la mañana con todo y se marche a buscar nuevos amores y aventuras. Duele el ver que la vida cambia, de repente, por la fuga de quien era parte del calor de la familia. Duele el ver que los hijos no comprenden, no aceptan, no se resignan a que papá (o mamá) se haya ido lejos, sin despedirse, sin explicar una huida que tiene muy poco de comprensible o de justificable.

A la parte abandonada le quedan diversas opciones. Hay quienes “se vengan” y buscan un nuevo compañero de camino, aunque sea claro que ya no se trata de un matrimonio “con todas las de la ley”.

Hay quienes ven cómo crece en su corazón un rencor y una rabia que casi hacen imposible cualquier posible reconciliación, si el fugitivo algún día volviese a llamar a casa.

Hay quienes caen en una depresión profunda, con la necesidad de ayudas de todo tipo (psicológicas, sociales, medicinas antidepresivas), sin que lleguen a aceptar una soledad de la que son víctimas, por culpa del egoísmo de la otra parte.

Hay quienes, en fin, por dignidad, por los hijos, e incluso por un amor que raya en lo heroico hacia quien ha roto el matrimonio, optan por trabajar, por luchar, por hacer todo lo posible para sostener a los hijos y para mantener el hogar digno y abierto. Abierto a quien se fue, y que puede, si sabe tener la suficiente humildad para pedir perdón, volver otra vez a la vida de familia.

Es difícil, es duro, ser abandonados. Quizá también tendríamos que decir que es triste, es cobarde, dejar a los que son de la propia carne y de la propia sangre. Pero es infinitamente grande el corazón que sabe vencer, con amor, lo que el egoísmo quiso herir y destruir en un triste día de la historia familiar.

Hay que recordar que “el amor es más fuerte que la muerte”, más fuerte que la infidelidad. El amor puede gritar, a quienes viven de sus caprichos y pasiones, que no es grande el que rompe su palabra y termina con sus promesas matrimoniales para seguir rumbos “liberadores”, sino el que sabe amar también cuando sangra el corazón, cuando hay que vivir en la soledad del abandono, entre el silencio y las lágrimas que quizá alguna vez descubren los hijos pequeños...

Hay infidelidades que pueden destruir una vida. Y hay fidelidades que pueden hacer renacer la esperanza. Quien vuelve después de una aventura desleal y se siente perdonado por Dios y por su esposa (o su esposo) no puede sino sentirse ganado por un amor que no cerró la puerta a la esperanza. Y quien acoge al esposo (o la esposa) arrepentido crece e ilumina este planeta con un rayo de bondad que vale más que todos los descubrimientos de la ciencia...

P. Fernando Pascual, LC

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