Quien quiera ser feliz, debe esforzarse en ello. Esta verdad fue expuesta un día por el abad Zenón a un poderoso de la tierra.
El Abad moraba en el desierto y servía a Dios con penitencias y privaciones, cuando una vez se encontró con un caballero ricamente vestido y con aire de ser hombre poderoso. Era el rey de Macedonia, quien preguntó al penitente qué hacía por aquellas soledades tan poco frecuentadas por los seres humanos.
Zenón le contestó: “Y tú que haces aquí con un arma arrojadiza en las manos”.
Repuso el rey: “Voy de caza”.
Y el Abad: “También yo voy de caza; voy en pos del Dios Eterno y no terminaré hasta que lo posea para siempre”.
El afanarse para alcanzar la felicidad eterna, es cosa muy semejante a una cacería, porque ambas cosas requieren ímpetu y ardor en la persecución de lo que se desea.
San Pablo compara muy justamente la vida del cristiano a una justa en la que debemos procurar llevarnos la victoria, o una carrera de carros en la que nos es forzoso llevar la delantera si no queremos perdernos (1 Cor. 9, 24).
(Spirago, Catecismo en ejemplos , Ed. Políglota, 2ª Ed., Barcelona, 1931, pp. 278)
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