jueves

Esto es mi cuerpo


'Mientras estaban cenando, tomó Jesús el pan y lo bendijo y partió y se lo dio a sus discípulos, diciendo: Tomad y comed: esto es mi cuerpo' (Mt 26,26).


La historia que voy a relatar sucedió el año 1870, en tiempo de la guerra franco-prusiana.


En una humilde aldea declaróse un incendio, y el primer edificio donde hicieron presa grandes llamas fue justamente la casa del Señor. Los habitantes, aterrados, corrieron a la iglesia con la cara lívida; pero allí se quedaban como clavados en tierra, porque veían que ya no había manera de salvar el edificio. Enormes lenguas de fuego salían del templo, el párroco no estaba en casa, y allí, en el interior de la iglesia... estaba encerrada la Santísima Eucaristía.


Se reunieron los feligreses en consejo: ¿Quién entrará para sacar la Sagrada Hostia? Todas las miradas se volvieron al juez. 'El es la primera dignidad de la aldea, a él corresponde hacerlo'. '¿Yo?. -Yo no puedo -exclamó el juez-. Yo, pobre pecador, ¿voy a tomar en mis manos el Santísimo Sacramento, a Nuestro Señor, a Nuestro Divino Redentor? No, no puede ser'.


Entonces designaron a otro, a un tercero, a un cuarto...; pero la respuesta es siempre la misma: '¿Yo, gran pecador, yo podré tocar el Santísimo Sacramento? No, no me atrevo'.


Entre tanto el fuego iba extendiéndose; todo el edificio era ya como un mar inmenso de llamas. No había tiempo para titubear. En el trance de mayor apuro se le ocurrió al juez una idea: 'Hombres -exclamó- yo tengo un hijo de cuatro años, un alma inocente, angelical, El Salvador amó siempre a los pequeñuelos, los amó por su alma sin pecado'.


Tomó al niño en sus brazos, entró en el templo incendiado, abrió la puerta del sagrario: 'Hijo, mira, en este copón está el Niño Jesús: agárralo bien'.


Al cabo de unos instantes, en medio de las vigas que crujían, humeantes, en medio de tizones encendidas, bajo una lluvia de chispas, con la ropa chamuscada aparece en la puerta el juez, con su hijito en brazos, y el niño estrechando contra su pecho el Santísimo Sacramento. El Santísimo estaba salvado.


¡Cómo sabía esta gente sencilla con qué amor, gratitud, pureza, ha de tratar el hombre el Santísimo Sacramento!


Si el alma de todos los hombres ardiera con el amor de los querubines; si los labios de todos cantaran incesantemente los cánticos de gratitud de los serafines; si todo parpadear de nuestros ojos, y cada latido de nuestro corazón, y cada pulsación de nuestra sangre se dirigiese al Santísimo Sacramento, ni aun así podríamos tributar la debida acción de gracias por el amor inmenso que movió al Salvador para entregarse a nosotros por completo, sin reservas, en este sacramento.


Nos dio más que si nos hubiera dado el mundo entero, porque nos dio a Sí mismo, que creó todo el universo con todo su poder, bondad y méritos. Desciende a nosotros para unir su cuerpo con el nuestro, para fundir con la nuestra su alma.


'Como hubiese amado a los suyos, que vivían en el mundo, los amó hasta el fin' (Jn. 13, 1).


Y ¿a quién se da? ¿Acaso mandó que sólo fuese la Virgen bendita quien recibiese su santísimo cuerpo? ¿Quizás dejó instituido que sólo fueran las almas puras, almas angelicales las que pudieran acercarse a su mesa, hombres no tiznados por pecados graves?


Humanamente tal cosa se podía esperar. Pero no es así. Invitó a todos los hombres, sin excepción, a todos los fieles de todos los tiempos y de todas las naciones. No hizo excepción para nadie; dejó una orden estricta: 'Si no comiéreis la carne del Hijo del hombre, y no bebiéreis su sangre, no tendréis vida en vosotros' (Jn 6, 54).


No quiere morar en la lejanía, en un lugar apartado, sino en medio de nosotros, completamente a nuestro lado. Levanta su casa entre las viviendas humanas, para que no haya nadie que no encuentre en Él medicina y consuelo en los trances de dolor y de tristeza.



Monseñor Tihamer Tóth
(1889-1931)




1 comentario:

rasputinsky dijo...

Es un Milagro de la Eucaristía. Gracias

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