“Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”... “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna”
¿Puede salvarse una persona que ha pasado su vida entera realizando buenas obras, que ha sido humilde y generoso, que se ha entregado a los demás, pero que, en un momento dado, dejo de ir a misa para no volver?
Es una pregunta-trampa. La formulación misma, en términos de “¿puede salvarse...” nos sitúa ante un Dios que tiene la última palabra sobre la salvación, y que decide, finalmente, quién entra en el Cielo, como un profesor decide qué alumnos aprobarán un examen. A ese supuesto profesor se le interroga: “y a tal hombre, que acertó todas las preguntas menos una, ¿va usted a suspenderlo y a castigarlo en el Infierno por toda la eternidad?”. Cruel sería el dios que obrase así, y, por tanto, no sería Dios.
La trampa reside en el ocultamiento de una verdad crucial: la última palabra no la tiene Dios. Dios ha regalado su salvación a todo hombre, y ha enviado a su Hijo a la muerte por todos los pecadores; ahora es cada persona quien debe decidir si acoge o no esa salvación otorgada gratuitamente por Dios. Y esa salvación no se consigue a través de la Eucaristía, sino que se identifica con ella.
La Eucaristía no es el precio de la entrada en el Reino de los Cielos; Ella es el Cielo mismo, es el Banquete de Bodas del Cordero. Cada vez que participamos en la Santa Misa, cada vez que comulgamos, estamos recibiendo Vida Eterna, mientras somos introducidos en esa primera morada del Cielo que ya puede ser habitada en la Tierra. Allí nos hacemos “una sola carne” con Aquél a quien amamos sobre todas las cosas; allí Él habita en nosotros, y nosotros en Él... ¿Qué es el Cielo, sino esa comunión de Amor con Dios? Y es que la Eucaristía, para un cristiano, no es una devoción: es Dios mismo, es la Vida Eterna. No se puede ser cristiano sin ser profundamente eucarístico.
Rechazar la Eucaristía, por tanto, es rechazar la salvación misma. Y, por eso, la pregunta-trampa formulada al comienzo de estas líneas debería plantearse de otra manera: “¿Quiere salvarse esa persona?”. Si quiere salvarse, abiertas tiene las puertas de la Penitencia y de la Eucaristía. Y, si no quiere participar de la Eucaristía, la tragedia de esa persona es que no quiere salvarse, porque salvación y Eucaristía son, exactamente, la misma realidad.
Desde que Cristo murió, nos entregó su Cuerpo, y resucitó, la salvación no es el premio que Dios otorga tras una vida de abnegación y sacrificio al alcance de unos pocos. La salvación es el Cuerpo de Cristo, regalado por Dios a todos los hombres en la Eucaristía, ese Cuerpo que nos hace eternos y nos introduce en Dios cuando lo recibimos dignamente. Y si los apóstoles dicen que “hay que pasar por mucho para entrar en el Reino de Dios”, quieren con ello dar a entender que la Comunión con Cristo, en esta tierra, lo es también con su Pasión y Muerte, así como con su Resurrección; quien comulga verá reproducidas en su existencia terrena las huellas de Cristo paciente y glorioso. Pero el inicio de todo es el Don, es la Comunión, el Pan de Dios. Sin Él, no tenemos vida; estamos muertos.
Por tanto... ¿quieres salvarte? Comulga. Recibe primero el Perdón de tus pecados para ser digno templo de Cristo, y acude a comer, gratis, el Pan de Vida. Cuando lo hagas, estarás salvado.
P. José-Fernando Rey Ballesteros
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