He escuchado hoy cinco minutos a un sacerdote en un reportaje de televisión. Ese sacerdote a las preguntas del entrevistador ha dado el típico sermón liberal de siempre: sacerdocio de la mujer, todo está mal, quería casarse, no hay dogmas, etc.
Después, [...] pensaba que lo que decía ese sacerdote era una contradicción. Si él no creía en los dogmas, ni en el Magisterio, ni en la jerarquía eclesiástica, entonces...
Después, [...] pensaba que lo que decía ese sacerdote era una contradicción. Si él no creía en los dogmas, ni en el Magisterio, ni en la jerarquía eclesiástica, entonces...
¿Por qué tenía tanto interés en cambiar a la Iglesia? Es decir, si tienes esa mentalidad, ya no necesitas a la Iglesia.
No se me había ocurrido nunca este enfoque de la situación. Si no crees en las reglas del juego, no necesitas sentarte delante del tablero, ya no necesitas tablero. ¿Por qué entonces tanto interés en cambiar a la Iglesia por las buenas o por las malas?
Desde un planteamiento antidogmático, no puedes estar enfadado ante una Iglesia conservadora. No puedes estarlo, porque el asunto ya no va contigo. Es como el que se enfada con los que se tiran en paracaídas porque tú no te tiras.
No, ¡es que soy un amante de la libertad!, dirá ese cura. Vale, pues entonces respeta a aquellos que usan su libertad para vivir en esa Iglesia en la que no crees, para vivir según esas ideas que no compartes.
Ciertamente no se daba cuenta ese sacerdote rebotado que vivía en una contradicción.
Estos amantes de la libertad son la pera: como amo mucho la libertad, los demás han de vivir la Iglesia como yo dicte.
P. José Antonio Fortea, sacerdote
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