miércoles

La Resurrección de Cristo: El Misterio que Cambió Todo

“La Resurrección no solo anuncia que Cristo vive,
sino que la vida es más fuerte que la muerte.”
— Benedicto XVI



Cada Domingo de Resurrección, la Iglesia nos invita a escuchar uno de los relatos más sorprendentes del Evangelio: el momento en que unas mujeres, al amanecer, se acercan al sepulcro de Jesús y lo encuentran vacío. Fueron ellas, con el corazón cargado de dolor y los brazos llenos de perfumes inútiles para un cuerpo que ya no estaba allí, las primeras en recibir el anuncio más grande de la historia: Cristo ha resucitado.


Vida vs Muerte. el amopr siempre se impone

Pero este anuncio no fue fácil de creer. El Evangelio de Marcos nos cuenta que un joven —un ángel, según Mateo; dos hombres con vestiduras brillantes, según Lucas— se les apareció a esas mujeres y les dijo que Jesús había vencido la muerte. ¿Su misión? Avisar a los discípulos. Sin embargo, ellas tuvieron miedo y no dijeron nada al principio. Y cuando finalmente contaron lo que habían visto, nadie les creyó.

Fueron mujeres las primeras en encontrarse con el Cristo vivo. Primero, según la tradición, su Santísima Madre. Luego, María Magdalena. Después, el pequeño grupo que siempre le había acompañado desde Galilea. Sin embargo, en una sociedad donde el testimonio de una mujer no tenía el mismo valor que el de un hombre, los discípulos dudaron.

Incluso cuando estas mujeres compartieron su experiencia, los discípulos de Emaús lo resumieron con cierta desconfianza: “Algunos de los nuestros dicen que lo han visto”. Fue entonces cuando Jesús mismo, caminando junto a ellos, les reclamó con cariño y firmeza: “¡Qué lentos son para creer!”

Este detalle es importante: la primera proclamación de la Resurrección fue hecha por mujeres, pero en aquella cultura, sus palabras no fueron suficientes. San Pablo, años después, al escribir a los Corintios, decidió reforzar la credibilidad del mensaje citando testigos varones: Pedro, los Doce, más de 500 hermanos, Santiago, todos los apóstoles… y, por último, él mismo. Era una manera de hablar a la mentalidad de la época, que necesitaba ese tipo de respaldo.

Pero aquí viene algo fundamental: la Resurrección no es solo un hecho histórico. No es como leer que cayó un imperio o que nació una civilización. Es un hecho que, aunque ocurrió en el tiempo, trasciende la Historia, la sobrepasa. Es como la Encarnación, como los grandes misterios de la fe: necesita ser creída.

Esto no significa que no existan testimonios históricos sólidos. Los hay. Pero hay algo que solo la fe puede alcanzar. Porque, aunque te expliquen con lujo de detalles los argumentos racionales, el creer o no creer sigue siendo una decisión personal. No es como aceptar un teorema matemático que te convence por la lógica. Aquí hace falta un paso más: el salto de la fe.

Y aquí está la maravilla: la fe es libre, pero no es ciega. Pensemos un momento en lo que significa afirmar que un hombre venció la muerte. No hay nada en nuestra experiencia cotidiana que se le parezca. La muerte es, para todos, el final inevitable, el límite infranqueable. Aceptar que alguien lo haya superado no es una cuestión menor; desafía todo lo que entendemos sobre la vida y la naturaleza.

Ahora bien, supongamos que alguien dice haber resucitado. ¿Qué sería lo más natural? Dudar. Incluso si hay testigos, nuestra primera reacción sería cuestionar: ¿No se habrán confundido? ¿Será un engaño, una ilusión, un deseo tan fuerte de que viva que los hizo imaginarlo?

Pero aquí es donde el análisis se vuelve aún más interesante: esa noticia no solo fue aceptada por algunos, sino que transformó la vida de miles, y más tarde de millones de personas en todo el mundo. Culturas diferentes, épocas distintas, lenguas diversas... todas abrazaron esa proclamación. Y no fue una aceptación fácil o superficial; muchos de los primeros creyentes dieron la vida por esa convicción, enfrentaron persecuciones, desprecio, torturas. ¿Quién haría semejante cosa por algo falso o dudoso?

Y lo más sorprendente es quiénes llevaron ese mensaje. No fueron grandes oradores, ni filósofos entrenados, ni políticos poderosos. Fueron pescadores, cobradores de impuestos, hombres y mujeres sencillos. Ninguno con las herramientas retóricas para convencer al mundo intelectual. Sin embargo, lograron algo que desafía toda lógica humana: persuadieron al mundo antiguo, incluso a sabios y pensadores, de que Cristo había resucitado.

Esto nos obliga a detenernos. No solo es extraordinario el hecho que se anuncia (la Resurrección), sino también el modo en que ese anuncio conquistó el mundo. ¿Cómo es posible que un grupo tan pequeño y frágil cambiara la historia? ¿Qué fuerza, qué certeza los impulsaba? No era solo una idea bonita o un deseo profundo; era una convicción transformadora, una experiencia vivida que les dio el coraje de desafiar imperios y culturas.

Por eso, cuando contemplamos la Resurrección, no solo enfrentamos un misterio, sino también una evidencia histórica desconcertante: un mensaje que no debería haber sobrevivido, sobrevivió. Unos testigos que no deberían haber tenido voz, la tuvieron. Y una noticia que parecía imposible, sigue viva.

Si lo pensamos bien, la existencia misma de la Iglesia es un testimonio viviente de que Cristo resucitó. Sin ese hecho, todo lo que ha pasado en estos dos mil años no tendría sentido.

Por eso, cuando celebramos la Resurrección, no estamos recordando un simple hecho del pasado. Estamos celebrando el misterio que cambió la historia humana para siempre. Porque si Cristo vive, nada es imposible. Si Cristo vive, la muerte no tiene la última palabra. Y si Cristo vive, cada uno de nosotros puede vivir con una esperanza que no decepciona.

Yo soy la resurrección y la Vida


Este es el corazón del cristianismo. No es solo una idea bonita o una tradición antigua. Es la certeza de que la vida vence a la muerte, de que el amor vence al odio, y de que la esperanza siempre tiene la última palabra.

Hoy, quizás, también nosotros seamos como aquellos discípulos: lentos para creer, desconfiados. Pero Jesús sigue saliendo a nuestro encuentro, en el camino, en la vida cotidiana, y nos invita a abrir el corazón. A dar ese salto. A creer que su Resurrección sigue siendo la fuerza que transforma el mundo.



Pensamiento Católico

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